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Pagar por placer.

¿Se puede estar bien mientras miras a tu esposa pegada al cuerpo de un hombre por lo menos 10 años menor que ella, escultural y dispuesto a ser esclavo, mientras ella pasea suavemente los dedos sobre su bragueta?

Mi mujer con su esclavo

-¿Estás bien?
Preguntó como si ya supiera la respuesta. ¿Se puede estar bien mientras miras a tu esposa pegada al cuerpo de un hombre por lo menos 10 años menor que ella, escultural y dispuesto a ser esclavo, mientras ella pasea suavemente los dedos sobre su bragueta?
-Estoy muy bien- respondí en automático, sumido en ese sofá que me mantenía mentalmente estoico, distante, como quien mira desde la ventana la casa del vecino.
¿Cómo llegamos a este punto?
Años de insatisfacción. “Me quedé muy caliente” decía con cierta desilusión después de que yo tenía mi clímax y ella ya iba por su tercer orgasmo. Años de observarla posar la mirada en las caderas de jóvenes atractivos en la calle. Años de mirarla despertar sigilosa de madrugada, ir a otro cuarto para masturbarse mientras chateaba con algún desconocido bajo el cobijo de uno de sus perfiles inventados.
Temí perderla, temí que su necesidad la llevara a los brazos de alguien que la dañara.
-¿Quieres sexo con otro?- Disparé una noche fogosa mientras ella me montaba como jinete en fuga.
-Sí, sí ¡Sí! Afirmó en crescendo, mientras remataba con un sonoro y convulsionado alarido.
¿Cómo hacerse de alguien que quiera follar de manera sana, tierna y apasionada a mi mujer?
El sextante de todo, el internet, nos llevó a pistilodorado.com, un sitio de sexo seguro para mujeres, con anuncios de trabajadores sexuales y cuyo uno de sus especímenes estaba de pie frente a mi esposa, mientras ella, sentada sobre la cama, adivina la mejor forma de abrirle el pantalón.
-¿Tú cómo estás?- Pregunté como si no fuera obvio.
Respondió sin prisa, abriendo al máximo los ojos, mientras extraía una enorme polla de ese pantalón entallado –Loca, me siento loca- Después de mirar el prodigioso músculo como quien ha encontrado el santo grial, lo llevó dócilmente a su boca, introduciéndolo poco a poco, al tiempo que ambas manos ceñían y mecían la piel de arriba abajo ¡ambas manos y aun así le sobraba baguette!
Aquel macho, desquitando cada centavo de su pago, levantó a mi menuda esposa de un solo impulso, mientras la desnudaba al mismo tiempo que la acostaba en la cama. Un malabarista. En segundos no quedó rastro de ropas. Se besaron ansiosos, restregando la piel, sedientos del otro y ella le observaba atenta, como no queriendo perder detalle del chico.
Como si fuera parte del servicio, una especie de formalismo, él no hacía la mínima intención de penetrarla, eso era a disposición de ella, que lo recorría a gusto de arriba abajo, chupándole repetidamente la polla. Localizó el condón en el buró –yo te lo pongo- le dijo y acto seguido se colocó para montarlo.
-Acércate, quiero que veas- me ordenó casi suplicante con su voz jadeante. Me hinqué a la orilla de la cama, como quien va a la oración, como quien recibirá la ostia en misa. Miré y el corazón me retumbaba como si fuera a romperme el pecho. Sentada sobre las caderas de él, con las nalgas paradas, lentamente acomodó sus muy húmedos labios vaginales hasta besarle apenas levemente el glande. Sus genitales a 50 centímetros de mi cara, en posición, listos para colisionar, como dos corredores esperando la señal de salida. Ella se recostó sobre su pecho, lo beso, metió los dedos entre sus cabellos y le dijo -¿eres mi puto?- como acostumbrado a la pregunta, respondió rotundo -¡soy tu puto!- ante la respuesta ella se enderezó, estiró los brazos colocando las manos sobre sus pectorales para apuntalarse –Te voy a llevar al cielo cabrón-
Acto seguido, movió levemente las caderas para introducirse apenas un par de centímetros el glande para asegurar la puntería. Dosificando, tres veces repitió la acción y la cuarta, como un ariete, dejó caer todo su peso en aquel palo que de un solo tajo le rebanó los labios hasta desaparecer, quedando sólo dos duraznos que casi le rozaban el ano. Los dos gritaron, incluso él parecía sorprendido. Quedaron inmóviles varios segundos hasta que ella, frenética, gallarda, poderosa, subió y bajó como máquina de precisión. Se hizo dueña del tiempo y del espacio, aquella cosa aparecía y desaparecía a su voluntad. Sentí una especie de orgullo, la emoción de un hincha viendo golear a su equipo. La sabía mía a pesar de estar penetrada por otro, sus jadeos eran como música y su cuerpo un monumento merecedor de devoción, una deidad para adorar y temer. En breve tuvo el primero de muchos orgasmos. Como una atleta giro su cuerpo, la brújula de sus nalgas miraba al chico, su cara frente a la mía y yo ahí devotamente hincado.
-¿Te gusta? ¿Quieres ver más?-
-Enséñame más- le respondí. Apoyó las manos en las piernas de él y nuevamente desapareció la cosa dentro de ella. Me sentí agraciado al ver que me miraba aguda, vigorosa, con la boca abierta, jadeante, presumiendo su majestad.
-¿Estás caliente?-
-Mucho-
-Enséñame- Obedeciendo me puse de pie, me bajé el pantalón y le mostré mi erección, que era rosa y firme. Sin preguntar, me jaló y la llevó a su boca con una sola mano. Quedó evidente lo que ya sabía. Una sola mano cubría más de la mitad de mi pene, no había forma de competir. Chupaba con generosidad, pero creo que era sólo por cortesía hacia mí que genuino deseo. Se desenchufó del chico y comparó los penes.
-¿Viste que la tiene grande? Ven, quiero que la veas de cerca- Me sorprendió esa cosa palpitante, húmeda y olorosa. Era la fragancia de ella que hasta ese momento era mi exclusividad. Ese aroma me renovó la erección que se había menguado al compararla. Ella sonrió, la acercó a mis labios, aventé la cabeza hacia atrás, pero ella atrapó mi cuello y ordenó casi suplicando -¡Chúpala! Sabe a mí-
Tímido primero y luego como sediento explorador extraviado, chupé aquel tronco que había llegado a lo más recóndito de mi esposa, a lugares que ni en sueños alcanzaría. Con una mano ella sostenía mi cabeza y con la otra acariciaba los frutos colgantes que eran sus testículos. Notó que la erección de aquel macho empezaba a menguar y me retiró –Bueno ya. No me vas a dejar nada-
Nuevamente se sentó sobre él, guiando con la mano aquel falo que lucía un poco caído. Volvió a introducir mi pene en su boca hasta que notó que venía mi hervor. Terminó la faena con la mano, dejando caer mi abundante chorro sobre la cama. Seguro no quiso que los siguientes besos para el chico lleven sabor a mi semen.
-Siéntate y mira- ordenó.
Ella volvió a lo suyo, perdí la cuenta de sus orgasmos, mientras el macho aguantaba como un profesional. El encuentro concluyó con una escena que considero inquietante, hermosa. Ella tumbada de espalda sobre la cama, abrazada a él como un pequeño animalito indefenso. Apenas podía mirarle un ojo, por debajo del hombro de él, que se mantenía cerrado todo el tiempo. Un pezón también sobresalía de esa ensalada de carne. Se besaban constantemente mientras él, entre sus piernas, arremetía con fuerza olímpica aquel menudo cuerpo que parecía romperse. Sus pies levantados se movían violentamente como banderas de advertencia en mar picado, en cuyo oleaje uno puede ser arrastrado y perderse. Ahí, la madre de mis hijos, mi compañera de años, la profesora de ciencias, descubriéndose libre.
La escuché decir algunas veces, con menos energía, casi en susurro “cógeme, cógeme”, hasta que por fin él le advirtió -¡me vengo!- Como si en ello le fuera la vida, ella movió enérgicamente su cadera provocándole espasmos hasta que intuyó que culminaba, en ese punto, sacó el pene de dentro de ella, le retiró el condón como mago que saca un conejo de la chistera y con la otra mano le agitó el tallo hasta que un río salió de él. Como pudo, regó ese chorro en su vagina hasta agotarlo. El chico se recostó consumido. Me llamó, me hizo la invitación de lamer su vagina empapada de semen, pero no pude. Ya no estaba tan excitado y el olor de esa secreción apestaba, me conformé con acariciarla.
Nos despedimos en el estacionamiento del hotel. Ella me pidió esperar unos segundos en el auto mientras daba un último gran beso a su trabajador. Todo el camino a casa me tomó del brazo, suspiraba, reflexionaba.
-¿Sabes?- me dijo en el rojo de un semáforo- Estuvo bien, pero no me siento cómoda pagándole a un extraño. ¿Quién es ese muchacho? ¿A qué se dedica? ¿Paga sus estudios con esto? ¿Le gustó o fingió todo el tiempo? Eso me sonó como sinfonía. Al final entonces, la fantasía era sólo eso. Ahora que la vivió, regresaremos a lo nuestro, a la intimidad del hogar.
-Como experiencia está bien, pero creí que sería mejor.
-Quizá no es lo nuestro- Repuse para dirigir la conversación a la cálida paz de la pareja. Pero no me escuchó
-Al final, en mi último orgasmo, me acordé de Alfredo, el chico italiano del restaurante al que vamos cada mes. Imaginé que era él quien me penetraba, me excita porque sé que le gusto ¿Te has fijado cómo seguido se le cae algo junto a nuestra mesa? Es para verme las piernas.
-¿Qué quieres hacer entonces?-
-No sé. Atraerlo. Que sepa que tiene permiso para acercarse. Que no muerdo. O sí, que muerdo pero tierna. Me conoce, nos conoce, sabe lo que me gusta, lo que como, lo que bebo. Él mismo me prepara las bebidas. Es joven, seguro tendré que enseñarle algunas cosas. Eso me gusta.
-¿Quieres ir a cenar?
-Sí , mi amor. Vamos a cenar- Dijo mientras besaba mi hombro y paseaba sus dedos suavemente en mi bragueta -Me mimas tanto, definitivamente lo nuestro no es pagar por placer-

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1 Comentario
  1. Para mí gusto el relato está sobrecargado de metáforas. Me hubiese gustado tener más descripciones sobre el físico de la mujer y que hubiese sido narrado desde ella.

    Saludos, no dejen de escribir !

    Reply

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