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La Tienda de Cuero I

Carol se detuvo a ver su reflejo. No había duda de por qué todos los hombres la miraban sin disimulo. Era una mujer imposible de ignorar. Su gran melena roja contrastaba con el vestido verde transparente que había decidido usar ese día.

La tienda de cuero

La chica

Carol se detuvo a ver su reflejo. No había duda de por qué todos los hombres la miraban sin disimulo. Era una mujer imposible de ignorar. Su gran melena roja contrastaba con el vestido verde transparente que había decidido usar ese día. Se podían ver con claridad sus grandes tetas en un pequeño brassiere negro debajo de la fina tela del vestido. Abajo llevaba solo una tanga negra que se metía entre sus enormes nalgas y apenas alcanzaba a tapar su coño adelante. Ese día usó las botas de cuero que le llegaban hasta sus gruesos muslos. Eran tan altas que quedaba por encima de muchos hombres. Amaba esas botas.

La tienda a donde se dirigía la mujer estaba cerca. Había encargado un par de botas nuevas aún más altas que todas las que ya tenía. Carol había buscado mucho tiempo este tipo de botas. Había ido a todos los centros comerciales de la ciudad, pero en ningún sitio había tenido suerte. Las tiendas fetichistas fueron un gran descubrimiento para ella. Cerca de su apartamento quedaba una que se especializaba en cuero y látex. Carol solo tenía que encargar las botas que deseaba, del tamaño que quisiera, del color que deseara y en menos de una semana se las entregaban.

El dueño de la tienda, Oliver, era un hombre fornido, más musculoso que gordo, era un hombre muy peludo. Estaba segura de eso, sus brazos estaban cubiertos totalmente de un vello grueso y algunos pelos se le salían por el cuello de la camisa. La chica le calculaba unos cuarenta años, tal vez más. Carol había tratado ya varias veces con el hombre. Se le hacía un hombre, al menos, peculiar. El hombre apenas le dirigía la palabra. En las dos veces anteriores que la chica había ido a recoger sus pedidos, apenas habían intercambiado un par de oraciones completas.

La primera vez que Carol fue a recoger las botas fue un tanto extraña. El hombre le pidió que se las probara antes de pagarlas, Carol no protestó, tenía sentido para ella asegurarse de que no tuviera que volver a cambiarlas. Lo extraño fue que el hombre quiso encargarse de ponérselas él mismo. Ella se dejó llevar, disfrutaba cómo el hombre la miraba. Podía sentir su hambre, babeaba por ella. Cuando terminó de colocarle las botas, Carol se puso de pie, dio unos pasos por la tienda, pagó y se fue con las botas puestas. Le quedaban perfectamente.

Había algo excitante en sentir a los hombres a tus pies, la sensación de poder que Carol experimentaba era indescriptible. No era tonta, sabía que muchos hombres la deseaban, era hermosa y la forma en que se vestía despertaba lo peor en cada uno de ellos. Su cuerpo era el paraíso al que ninguno de esos bastardos tendría acceso. Llevaba más de dos años sin tener relaciones sexuales, más placer le daba exhibirse y saber que ningún hombre podía tocarla. Se sentía inalcanzable, la perfecta combinación de poder y libertad sobre su propio cuerpo.

Carol cruzó la calle, la tienda estaba justo en frente. Un hombre, gordo y con la cara como un cerdo, salió de la tienda antes de que ella llegara. El hombre se quedó frente a la puerta mirándola. Al rodearlo para entrar a la tienda, el hombre intentó sujetarla del brazo, pero Carol se liberó rápidamente de su agarre. El hombre comenzó entonces a halagarla, preguntándole si tenía novio y pidiéndole su número de teléfono, pero Carol se negó rotundamente. Mientras Carol se alejaba para entrar en la tienda, pudo escuchar al hombre murmurar “maldita perra” entre sus dientes. Carol dio media vuelta para mostrarle al gordo pervertido lo que nunca podría tener. Con un rápido movimiento, subió su vestido para mostrarle sus curvas y su gran culo ensartado en su tanguita “esto solo podría ser tuyo en tus sueños”, dijo con una risa burlona y finalmente entró a la tienda.

Continuara

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