El Diario De Una Pulga VII

La pulga observa cómo Cielo Riveros, el padre Ambrose y su tío, Mister Verbouc, conspiran para seducir y corromper a la amiga de Cielo Riveros, Julia Delmont, y a su padre, Mister Delmont.

Cielo Riveros tenía una amiga, una damita unos meses mayor que
ella, hija de un acaudalado caballero que vivía cerca de
Mister Verbouc. Julia era, no obstante, de naturaleza menos
voluptuosa y disposición menos ardiente, y como pronto
descubrió Cielo Riveros, no estaba lo bastante madura como para
comprender los sentimientos pasionales ni los intensos
instintos que incitan al goce.

Julia era un poco más alta que su joven amiga, un poco
menos rellena, pero con su figura perfecta y sus exquisitos
rasgos, parecía haber nacido para deleitar la mirada y
embelesar el corazón de un artista.

Cabría suponer que una pulga no puede describir la
belleza de una persona, ni siquiera de la de aquellas de
quienes se alimenta. Lo único que sé es que Julia constituía
un placer suculento para mí, y algún día también lo
constituiría para alguien del sexo masculino, pues tenía una
hechura como para despertar los deseos de los más
insensibles y seducir con sus gráciles ademanes y su
agradabilísimo talle a los más quisquillosos adoradores de
Venus.

El padre de Julia poseía, como he dicho, holgados
recursos; su madre era una mujer apagada y bobalicona que
se ocupaba muy poco de su hija; en realidad, no se ocupaba
de nada salvo de los deberes religiosos, a los que dedicaba
una buena parte de su tiempo, y de las visitas a las ancianas
devotas del vecindario, que fortalecían aún más sus
inclinaciones.

Mister Delmont era relativamente joven. Hombre robusto,
amaba la vida, y puesto que su piadosa media naranja estaba
demasiado ocupada para procurarle el solaz matrimonial que
el pobre hombre tenía derecho a esperar, acudía a otra parte.

Mister Delmont tenía una amante: una joven hermosa
que, según deduje, se mostraba a su vez mal dispuesta a
contentarse, como suelen hacer las de su calaña, con su
acaudalado protector.

Mister Delmont en modo alguno limitaba sus atenciones a
su amante; sus costumbres eran erráticas y sus gustos
decididamente eróticos.

En estas circunstancias, no era de extrañar que le hubiera
echado el ojo a la hermosa figura en ciernes de la amiga de
su hija, Cielo Riveros. Ya había encontrado ocasión de estrechar su
hermosa mano enguantada, de besar —por supuesto de un
modo adecuadamente paternal— la blanca frente, e incluso
de posar la mano trémula —de manera totalmente accidental
— sobre los rollizos muslos.

De hecho, Cielo Riveros, más juiciosa y mucho más experimentada
que la mayoría de las muchachas de su tierna edad, estaba al
tanto de que el hombre sólo esperaba una oportunidad para
llevar la cuestión hasta su último extremo.

Eso era precisamente lo que le hubiera gustado a Cielo Riveros,
pero era objeto de una estrecha vigilancia, y la reciente y
vergonzosa relación en la que apenas había empezado a
adentrarse ocupaba todos sus pensamientos.

El padre Ambrose, en cambio, era del todo consciente de
la necesidad de mostrarse cauto, y el buen hombre no dejaba
pasar ocasión, mientras la damita estaba en el confesonario,
de realizar indagaciones directas y pertinentes sobre su
conducta con otros y sobre la conducta de éstos con su
penitente. Fue así como Cielo Riveros vino a confesar a su guía
espiritual los sentimientos que habían despertado en ella los
avances románticos de Mister Delmont.

El padre Ambrose le dio buenos consejos y de inmediato
puso a Cielo Riveros a la tarea de chuparle el pene.

Una vez terminado este delicioso episodio, y retirados los
restos del goce, el digno varón, con su astucia habitual,
reflexionó sobre lo que acababa de averiguar. Y no
transcurrió mucho tiempo antes de que su sensual y vicioso
cerebro concibiese un plan audaz y criminal del que yo,
humilde insecto, nunca he conocido igual.

Por supuesto, había decidido de inmediato que la joven
Julia acabara siendo suya —eso era lo natural—, pero para
alcanzar este fin y divertirse al mismo tiempo con la pasión
que a todas luces albergaba Mister Delmont por Cielo Riveros,
aspiraba a una doble consumación merced a una estratagema
de lo más desvergonzado y horrible, y que el lector entenderá
a medida que avancemos.

Lo primero era caldear la imaginación de la hermosa Julia
y despertar en ella los latentes fuegos de la lujuria.

Encomendó el buen sacerdote esta noble tarea a Cielo Riveros
quien, debidamente instruida, prometió obediencia de buena
gana.

Desde que se rompió el hielo en su propio caso, Cielo Riveros, a
decir verdad, no deseaba nada tanto como convertir a Julia
en alguien tan culpable como ella misma. De modo que puso
manos a la obra en la tarea de corromper a su joven amiga.
En breve veremos hasta qué punto lo consiguió.

Apenas habían pasado unos días desde que la joven Cielo Riveros
se iniciara en las delicias del crimen incestuoso que ya hemos
relatado, y desde entonces la joven no había tenido ninguna
otra experiencia, ya que Mister Verbouc había sido reclamado
lejos de su hogar. Al cabo, no obstante, regresó, y Cielo Riveros se
encontró por segunda vez sola y serena con su tío y el padre
Ambrose.

La tarde era fría pero una estufa proporcionaba una
agradable calidez al lujoso aposento, mientras que los
mullidos y elásticos sofás y otomanas con que estaba
amueblada la estancia invitaban a un lánguido reposo. A la
luz brillante de una lámpara deliciosamente perfumada, los
dos hombres semejaban ostentosos devotos de Baco y Venus,
pues descansaban apenas vestidos y acababan de dar cuenta
de una suntuosa comida.

En cuanto a Cielo Riveros, se superó a sí misma en belleza.
Ataviada con un encantador salto de cama, medio mostraba,
medio ocultaba las golosinas aún en ciernes de las que bien
podía enorgullecerse.

Los brazos deliciosamente torneados, las suaves piernas
recubiertas de seda, los senos palpitantes, donde asomaban

dos pommettes exquisitamente formadas, con las puntas como
fresas, el elegante tobillo y el diminuto pie, calzado en su
ceñido zapatito: éstas y otras hermosuras prestaban sus
diversos encantos para constituir un delicado y cautivador
conjunto que hubiera embriagado a las caprichosas deidades
y del que dos lascivos mortales se disponían ahora a gozar.

No hizo falta mucho para espolear aún más los infames e
irregulares deseos de los dos hombres, que ahora, con los ojos
enrojecidos de deseo, contemplaban a placer el espléndido
ágape que les aguardaba.

Habían dispuesto que nada les interrumpiera, y ambos
buscaban con lascivos attouchements satisfacer las ansias,
concebidas en su imaginación, de manosear lo que veían.

Incapaz de refrenar su afán, el sensual tío extendió la
mano, y al tiempo que acercaba hacia sí a su hermosa
sobrina, dejó que sus dedos erraran entre las piernas de ésta.
En cuanto al sacerdote, se apropió de su tierno y lozano busto
y enterró el rostro en él.

Ninguno de ellos permitió que consideración alguna sobre
el recato interfiriera en su disfrute, y los miembros de los dos
fornidos varones estaban completamente a la vista y se
mantenían erectos y excitados, los bálanos rojos y relucientes
a Causa de la tensión de la sangre y el músculo que
ocultaban.

—¡Oh, cómo me tocan! —murmuró Cielo Riveros, abriendo
involuntariamente los muslos blancos a la mano trémula de
su tío mientras Ambrose casi la ahogaba con sus gruesos
labios al robar deliciosos besos de su boca de rubí.

En breve, la complacida mano de Cielo Riveros sujetaba en su
cálida palma el miembro enhiesto del vigoroso sacerdote.

—Ah, dulce niña, ¿no te parece grande? ¿Y no arde por
derramar sus jugos en tu interior? Ay, hija mía, ¡cómo me
excitas! Esa mano, esa manita… ¡Ah! Me muero por
hincártelo en ese tierno vientre. ¡Bésame, Cielo Riveros! Verbouc,
mire cómo me excita su sobrina.

— ¡Santa madre, qué polla! Mira qué capullo tiene, Cielo Riveros.
Cómo reluce, qué largo y blanco astil, y cómo se curva hacia
arriba, igual que una serpiente dispuesta a picar a su víctima.

Mira, Cielo Riveros, ya se forma una gota en su punta.

—¡Oh, qué dura está! ¡Cómo palpita! ¡Cómo se mueve!
Apenas puedo sujetarla. Me mata usted con semejantes besos,
me está sorbiendo la vida.

Mister Verbouc se adelantó al tiempo que mostraba de
nuevo su arma, erecta y de color rojo rubí, con la cabeza
descapuchada y húmeda.

A Cielo Riveros le brillaron los ojos ante la perspectiva.

—Debemos organizar nuestros placeres, Cielo Riveros —dijo su tío
—. Debemos tratar de prolongar nuestros éxtasis tanto como
nos sea posible. Ambrose está ardiendo de deseo; ¡qué
espléndido animal tiene, qué miembro! ¡Está dotado igual
que un asno! ¡Ah, sobrina mía, hija mía, eso dilatará tu rajita,
se hincará en ti hasta lo más hondo, y tras un largo proceso
descargará un torrente de leche para tu placer!

— ¡Qué dicha! —murmuró Cielo Riveros—. Ansío tenerlo en mi
interior hasta la cintura.

—SÍ, sí; no precipites en exceso el delicioso final; deja que
todos nos ocupemos de ello.

Ella hubiera contestado, pero en ese momento entró en su
boca el bulbo colorado del asunto de Mister Verbouc.

Cielo Riveros recibió entre sus labios de coral la cosa rígida y
palpitante con suma avidez, y permitió la entrada de la
cabeza y los lomos hasta donde pudo darles acomodo. Lamió
todo su contorno con la lengua; incluso intentó meter por la
fuerza la punta de ésta en la abertura roja del ápice. Estaba
excitada, fuera de sí. Tenía las mejillas encendidas, respiraba
de manera ansiosa y espasmódica. Su mano seguía asiendo el
miembro del salaz sacerdote. Su estrecho coñito palpitaba de
placer sólo de pensar en lo que vendría a continuación.

Podría haber continuado cosquilleando, frotando y
excitando la henchida herramienta del lujurioso Ambrose,
pero el digno varón le hizo señas de que parara.

—Espera un momento, Cielo Riveros —suspiró—. Si sigues así,
harás que fluya la leche.

Cielo Riveros soltó el enorme y blanco astil y se recostó para que
su tío pudiera maniobrar a placer entrando y saliendo de su
boca. Mientras tanto, su mirada contemplaba con avidez las

enormes proporciones de Ambrose.

Cielo Riveros nunca había degustado una polla con tanto deleite
como hacía ahora con la respetable arma de su tío. Por tanto,
aplicaba sus labios a ella con suma apetencia, y succionaba
con glotonería la humedad que de vez en cuando rezumaba la
punta. Mister Verbouc estaba extasiado con sus
complacientes servicios.

El sacerdote se hincó de rodillas, e introduciendo su
cabeza rapada entre las rodillas de Mister Verbouc, que
estaba de pie delante de su sobrina, abrió los rollizos muslos
de la muchacha, y a la vez que separaba los labios rosados de
su delicada hendidura con los dedos, introdujo la lengua y le
cubrió las jóvenes y excitadas partes con sus gruesos labios.

Cielo Riveros se estremeció de placer: a su tío se le endureció más
y arremetió firme y viciosamente contra su hermosa boca. La
muchacha llevó una mano a sus pelotas y las estrujó
dulcemente. Descapuchó el caliente astil y lo chupó con
evidente deleite.

—Deje que se derrame —dijo Cielo Riveros, retirando durante un
momento el reluciente capullo de su boca para hablar y
tomar aliento—. Deje que se derrame, tío, me encantaría
saborear la leche.

—AsÍ lo harás, querida mía, pero todavía no, no debemos
precipitarnos.

—Oh, cómo me chupa, cómo me lame su lengua, padre
Ambrose. Estoy que ardo, ¡me está usted matando!

—Ajá, Cielo Riveros, ahora no sientes sino placer, te has
reconciliado con los goces de nuestra incestuosa relación —
añadió Mister Verbouc.

—Desde luego que sí, querido tío. Vuelva a meterme la
polla en la boca.

—Aún no, Cielo Riveros, amor mío.

—No me haga esperar mucho. Me está volviendo loca.
¡Padre, padre! Ay, viene hacia mí, se está preparando para
follarme. ¡Madre santa! ¡Qué polla! ¡Piedad! ¡Me va a partir
en dos!

Ambrose, espoleado hasta la furia debido a la deliciosa
tarea que le había tenido ocupado, alcanzó una excitación

excesiva para quedarse como estaba, y aprovechando que
Mister Verbouc se había apartado momentáneamente, se
incorporó y tendió a la hermosa joven sobre el mullido sofá.

Verbouc asió el formidable pene del devoto padre y, tras
manosearlo un par de veces, retirar el suave prepucio que
rodeaba el bálano en forma de huevo y dirigir la ancha y
candente testa hacia la hendidura rosada, le urgió a
introducirlo con vigor en el vientre de Cielo Riveros, que estaba
tumbada delante de él.

La humedad de las partes de la niña facilitó la inserción
de la cabeza y los lomos, y el arma del sacerdote quedó
rápidamente sumergida. Se produjeron luego vigorosas
arremetidas, y con lujuria feroz en su semblante y escasa
piedad por la juventud de su víctima, Ambrose la folló con
entusiasmo. La excitación de Cielo Riveros anuló toda sensación de
dolor, de modo que abrió cuanto pudo sus hermosas piernas
y le permitió regodearse tanto como deseaba.

De los labios entreabiertos de Cielo Riveros escapó un fuerte
gemido de éxtasis al percibir que la enorme arma, dura como
el hierro, le oprimía el útero y la dilataba con su enorme
volumen.

Mister Verbouc, de pie cerca de la excitada pareja, y sin
perder detalle de la rijosa escena, colocó su propio miembro,
apenas menos vigoroso, en la mano convulsa de su sobrina.

En cuanto Ambrose notó que se había introducido con
firmeza en el hermoso cuerpo que tenía debajo, refrenó su
ansia, y solicitando la ayuda de la maravillosa facultad de
dominio de sí mismo que poseía en tan extraordinario grado,
paseó sus manos trémulas por las caderas de la muchacha, se
retiró el hábito y dejó al descubierto su barriga velluda, con
la que a cada profundo embate restregaba la suave motte de
la joven.

Ahora, en efecto, el sacerdote empezó a aplicarse con
fervor. Con acometidas vigorosas y regulares se enterró en la
tierna figura que tenía debajo de sí. Arremetía
apasionadamente; Cielo Riveros le echó los brazos al fornido cuello.
Las pelotas del eclesiástico daban aldabonazos contra el
rollizo trasero de ella, su herramienta estaba ensartada hasta

los pelos, que, negros y crespos, cubrían abundantemente su
voluminosa barriga.

—i¡Ya lo ha conseguido! Mire a su sobrina, Verbouc.
Observe cómo disfruta de las recomendaciones de la Iglesia.
¡Ah, qué apreturas! ¡Cómo me pellizca con su estrecho coñito
desnudo!

—;¡Ay, queridísimo mío! ¡Ay, buen padre, siga jodiendo,
me corro! Empuje, empuje más. Máteme con ella si le place,
pero siga moviéndose. ¡Así! Ay, cielos. ¡Ah! ¡Ah! ¡Qué grande
es! ¡Cómo me penetra usted!

El sofá volvió a zarandearse considerablemente y a crujir
bajo las rápidas embestidas de Ambrose.

—¡Ay, Dios! —gritó Cielo Riveros—, ¡me está matando, esto es
demasiado, de verdad, me muero, me corro! —y con un
chillido ahogado la muchacha estalló y por segunda vez
inundó el grueso miembro que tan deliciosamente la forjaba
como al hierro.

La luenga polla se caldeó y se endureció más aún. La
punta también se hinchó y todo el tremendo asunto parecía
listo para reventar con generosidad. La joven Cielo Riveros gemía
palabras incoherentes de las cuales la única audible era
«joder».

Ambrose, ya del todo preparado, y percibiendo su enorme
asunto atenazado por las tiernas partes de la muchacha, no
pudo aguantar más, y al tiempo que asía el trasero de Cielo Riveros
con ambas manos, se hincó en toda su tremenda longitud y
descargó, lanzando los espesos chorros de flujo, uno tras otro,
en el interior de su compañera de juegos.

Dejó escapar un rugido como el de una bestia salvaje al
notar que la leche caliente salía de él a borbotones.

—¡Ah, aquí viene! Me está inundando. Lo noto. ¡Ay, qué
delicia!

La polla del sacerdote arremetía inexorablemente contra
las entrañas de Cielo Riveros, y su bálano hinchado seguía inyectando
la semilla nacarada en el joven útero.

—¡Oh, qué cantidad me ha dado! —observó Cielo Riveros, al
tiempo que se ponía en pie tambaleante y contemplaba el
espeso y cálido flujo que le corría piernas abajo—. ¡Qué

blanco y resbaladizo es!

Ésa era exactamente la coyuntura que más ansiaba su tío,
y por tanto procedió tranquilamente a aprovecharse de ella.
Vio las hermosas medias de seda empapadas por completo;
metió los dedos entre los sonrosados labios de su tierno coño
y extendió sobre su vientre y muslos lampiños el semen que
rezumaba.

Después de colocar convenientemente a su sobrina
delante de sí, Mister Verbouc mostró una vez más su rígido y
velludo campeón, y excitado por las excepcionales
circunstancias con que tanto se deleitaba, contempló con
ardor apremiante las tiernas partes de la joven Cielo Riveros,
cubiertas por completo como estaban por la descarga del
sacerdote y exudando aún espesas y copiosas gotas de su
fecundo flujo.

Cielo Riveros, tal como él le pidió, abrió las piernas al máximo.
Ansioso, su tío se plantó desnudo entre sus jóvenes y rollizos
muslos.

— Aguanta, mi querida sobrina. Mi polla no es tan gruesa
ni tan larga como la del padre Ambrose, pero sé muy bien
cómo follar y luego ya me dirás si la leche de tu tío no es tan
espesa y acre como la del eclesiástico. Mira lo tiesa que la
tengo.

—¡Ah, cómo me hace usted anhelarla! —dijo Cielo Riveros—. Ya
veo su estimado aparato esperando su turno; ¡qué rojo está!
Empuje, querido tío, ya estoy preparada de nuevo, y el buen
padre Ambrose ha lubricado abundantemente el camino para
usted.

El miembro, ya duro y con el bálano enrojecido, tocó los
labios entreabiertos tan resbaladizos como dispuestos; el
bálano entró enseguida, el enorme astil le siguió de
inmediato, y con unos cuantos firmes embates, pronto el
ejemplar pariente estuvo enterrado hasta las pelotas en el
vientre de su sobrina y pudo refocilarse en la copiosa
evidencia del previo goce impío de la joven con el padre
Ambrose.

—¡Mi querido tío! —exclamó la muchacha—, ¡recuerde a
quién se folla! No es ninguna desconocida, es la hija de su

hermano, su propia sobrina. ¡Jódame pues, tío! ¡Ensárteme
toda su fuerte polla! ¡Jódame! Ah, sí, joda, joda hasta que su
incestuosa sustancia se derrame en mi interior… ¡Ah, ah!
¡Oh! —Y subyugada por las salaces ideas que evocaba, Cielo Riveros,
para gran dicha de su tío, dio rienda suelta a la sensualidad
más desbocada.

El tenaz varón, feliz de poder satisfacer sus placeres
favoritos, prodigaba embates rápidos e intensos. A pesar de
que la hendidura de su hermosa adversaria estaba anegada,
era no obstante tan pequeña y estrecha por naturaleza que se
vio atenazado del modo más delicioso por la ceñida abertura,
y su placer aumentó rápidamente.

Verbouc se levantaba y se lanzaba sobre el delicioso
cuerpo de su joven sobrina; se hincaba ferozmente con cada
arremetida, y Cielo Riveros se aferraba a él con la tenacidad de la
lujuria aún insatisfecha. Su polla estaba cada vez más dura y
caliente.

La excitación pronto sé hizo casi insoportable. La propia
Cielo Riveros disfrutaba del incestuoso encuentro a más no poder. Al
cabo, con un sollozo, Mister Verbouc cayó sobre su sobrina y
se corrió, mientras el cálido flujo salía de él a chorros y
volvía a inundar su útero. Cielo Riveros también alcanzó el clímax, y
al tiempo que notaba y acogía la intensa inyección, ofrecía
pruebas igualmente ardorosas de su disfrute.

Tras culminar de este modo la cópula, a Cielo Riveros se le
permitió hacer las necesarias abluciones, y luego, tras un
reconfortante vaso de vino para todos, los tres se sentaron y
planearon una diabólica trama para conseguir la deshonra y
disfrute de la hermosa Julia Delmont.

Cielo Riveros reconoció que Mister Delmont sin duda estaba
enamorado de ella, y que a todas luces sólo buscaba una
oportunidad para encarrilar la cuestión hacia su objetivo.

El padre Ambrose confesó que su miembro se le
empalmaba a la mera mención del nombre de la hermosa
muchacha. Él solía escuchar a Julia en confesión, y ahora
reconoció entre risas que no podía evitar tocarse en el
confesonario; el aliento de la joven le provocaba agonías de
anhelo sensual, era auténtico perfume.

Mister Verbouc se declaró igualmente ansioso por
disfrutar de las tiernas golosinas cuya descripción había
enfervorizado su lujuria, pero la cuestión era cómo poner en
práctica la trama.

—Si la tomara sin preparación, le reventaría sus partes —
exclamó el padre Ambrose, exhibiendo una vez más su
aparato rubicundo, humeante todavía y con la prueba de su
último disfrute aún sin retirar.

—Yo no podría poseerla en primer lugar. Necesito la
excitación de una cópula previa —objetó Mister Verbouc.

—Me gustaría ver a la muchacha bien desflorada —dijo
Cielo Riveros—. Contemplaré la operación con placer, y cuando el
padre Ambrose haya hecho entrar su enorme cosa en su
interior, usted, tío, podría ofrecerme la suya para
compensarme por el obsequio que le estamos haciendo a la
hermosa Julia.

—Sí, eso sería doblemente delicioso.

—i¡Lo que hay que hacer! —exclamó Cielo Riveros—. Madre santa,
qué rígida vuelve a estar su cosa, querido padre Ambrose.

—Se me ocurre una idea que me provoca una violenta
erección con sólo pensar en ella; ponerla en práctica sería el
colmo de la lujuria, y por consiguiente del placer.

—¡Oigámosla! —exclamaron los dos al unísono.

—Un momento —dijo el eclesiástico, mientras permitía
que Cielo Riveros retirara levemente la capucha púrpura de su
herramienta y le cosquilleara con la punta de la lengua el
orificio humedecido—. Presten oídos —dijo Ambrose—.
Mister Delmont está prendado de Cielo Riveros. Nosotros lo estamos
de su hija, y a nuestra niña, esta que ahora me chupa el
arma, le gustaría que la tierna Julia la tuviera ensartada
hasta lo más hondo, sólo para dar a su perverso y salaz
cuerpecillo otra dosis de placer. Hasta aquí, todos estamos de
acuerdo. Ahora préstenme atención, y por el momento, Cielo Riveros,
deja tranquila mi herramienta. El plan es el siguiente. Sé que
la pequeña Julia no es insensible a sus instintos animales; de
hecho, el diablillo ya siente las espoladas de la carne. Un
poco de persuasión y otro poco de misterio harán el resto.
Julia consentirá en obtener alivio de las dulces punzadas del

apetito carnal. Cielo Riveros debe estimularla y alentar la idea.
Mientras tanto Cielo Riveros puede ir dando esperanzas a su estimado
Delmont. Puede permitirle que se le declare, si así le place;
de hecho, eso es necesario para el éxito del plan. Luego
entraré yo en escena; sugeriré que Mister Verbouc es un
hombre por encima de cualquier prejuicio vulgar, y que a
cambio de cierta suma que deberá convenirse, entregará a su
sobrina, hermosa y virgen, a sus exaltados abrazos.

—Eso no acaba de convencerme —comenzó Cielo Riveros.

—No veo adónde quiere usted llegar —terció Mister
Verbouc—. No estaremos más cerca de la consecución de
nuestro objetivo.

—Un momento —continuó el eclesiástico—. Hasta aquí,
todos hemos estado de acuerdo: bien, Cielo Riveros será vendida a
Mister Delmont; se le permitirá saciarse de sus bellos
encantos en secreto, ella no le verá, ni él a ella, al menos no
su semblante, que permanecerá oculto. Se le llevará a una
agradable estancia, contemplará el cuerpo, desnudo por
completo, de una hermosa jovencita, sabrá que es su víctima
y disfrutará de ella.

—¡O sea, de mí! —interrumpió Cielo Riveros—. ¿A qué viene todo
este misterio?

El padre Ambrose esbozó una sonrisa morbosa.

—Ya lo verás, Cielo Riveros, ten un poco de paciencia. Queremos
disfrutar de Julia Delmont. Mister Delmont quiere disfrutar
de ti. Sólo podemos alcanzar nuestro objetivo si, al mismo
tiempo, evitamos todo escándalo. Mister Delmont debe ser
silenciado; de otro modo, es posible que paguemos cara la
violación de su hija. Lo que tengo planeado es que el lascivo
Mister Delmont viole a su propia hija, en vez de a Cielo Riveros, y
que tras despejarnos el camino, nos aprovechemos de ello
para satisfacer también nuestra lascivia. Si Mister Delmont
cae en la trampa, podemos ponerle al corriente de su incesto
y recompensarle con el auténtico disfrute de nuestra dulce
Cielo Riveros, o bien actuaremos según dicten las circunstancias.

—Oh, estoy a punto de correrme —gritó Mister Verbouc
—, tengo el arma a punto de estallar. ¡Qué ardid! ¡Qué
deliciosa perspectiva!

Ambos hombres se incorporaron. Cielo Riveros se vio envuelta en
sus abrazos. Dos armas duras y voluminosas presionaron su
tierna figura. La llevaron hacia el sofá.

Ambrose se tendió de espaldas; Cielo Riveros montó a horcajadas
sobre él, tomó el pene de semental en su hermosa mano y se
lo metió en la raja.

Mister Verbouc los miraba.

Cielo Riveros descendió hasta que la enorme arma estuvo alojada
por completo. Luego se tumbó sobre el fornido padre y
comenzó una serie de movimientos ondulantes y deliciosos.

Mister Verbouc veía subir y bajar su hermoso trasero, que
se entreabría y cerraba a cada embate.

Ambrose había entrado hasta la empuñadura, eso era
evidente, sus grandes pelotas colgaban prietas y los gruesos
labios de las partes en ciernes de Cielo Riveros descendían sobre ellas
cada vez que se dejaba caer.

La escena le resultó excesiva. El virtuoso tío se subió al
sofá, dirigió su largo pene hinchado hacia el trasero de la
hermosa Cielo Riveros y sin apenas dificultad logró encajárselo, pese
a su excepcional longitud, en las entrañas.

El trasero de su sobrina era redondo y suave como el
terciopelo, y su piel blanca como el alabastro. Verbouc, no
obstante, no se detuvo en contemplaciones. Su miembro
había penetrado, y notaba la estrecha compresión del
músculo y la pequeña entrada, que provocaba en él un efecto
sin par. Las dos pollas, sólo separadas por una membrana, se
refregaban entre sí.

Cielo Riveros acusaba el efecto enloquecedor de esta doble
jouissance. La excitación se tornó tremenda, hasta que, al fin,
el enardecimiento de la lucha trajo su propio desahogo y
borbotones de leche inundaron a la hermosa Cielo Riveros.

Después de eso, Ambrose descargó dos veces en la boca de
Cielo Riveros, donde su tío también emitió el incestuoso flujo, y esta
culminación puso punto final al entretenimiento.

Cielo Riveros llevó a cabo esta operación de tal modo que suscitó
los más cálidos encomios de sus compañeros.

Sentada en el extremo de una silla, los recibió, a uno tras
otro, de pie delante de ella, de modo que la rígida arma del

otro estaba casi a la altura de sus labios de coral. Metiéndose
entonces la glándula aterciopelada en la boca, empleó sus
hermosas manos para acariciar, cosquillear y excitar el astil y
sus apéndices. Así se empleó todo el poder nervioso de su
compañero de juegos, y con el pene dilatado a más no poder,
disfrutó de esa lasciva estimulación hasta que los indecorosos
toqueteos de Cielo Riveros se tornaron excesivos, y entre suspiros de
emoción extática, la boca y el gaznate de ésta quedaron
repentinamente inundados por un impetuoso torrente de
leche.

La glotoncilla se lo tragó todo; de haber tenido
oportunidad, habría hecho lo mismo una docena de veces.

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