No molestaré al lector contándole cómo, un día, me
encontré cómodamente oculta en la persona del buen padre
Clement, ni haré aquí un alto para explicar por qué estaba yo
presente cuando este respetable eclesiástico recibió y confesó
a una muy encantadora y elegante damita de unos veinte
años de edad.
A raíz de la conversación que sostuvieron ambos, pronto
descubrí que la dama, aunque muy bien relacionada, carecía
de título nobiliario, y estaba casada con uno de los
terratenientes más acaudalados del vecindario.
Los nombres no revisten aquí ninguna importancia. Por lo
tanto, omito el de esta hermosa penitente.
Después de que el confesor le hubiera dado su bendición y
hubiera concluido el sacramento merced al cual se convirtió
en depositario de los secretos más selectos de la dama, la
condujo de buena gana desde la nave de la iglesia hasta la
sacristía de reducidas dimensiones en la que Cielo Riveros había
recibido su lección sobre la cópula santificada.
Se echó el cerrojo de la puerta, no se perdió ni un
momento, la dama se despojó de su vestido, el fornido
confesor se abrió la sotana revelando su enorme arma, el
bálano color de rubí se erguía ahora en el aire dilatado y
amenazador. En cuanto la dama percibió esta aparición, se
fijó en el miembro con el aire de quien no era la primera vez
que cataba ese objeto de placer.
Su primorosa mano acarició con suavidad el enhiesto pilar
de duro músculo, y sus ojos devoraron sus luengas e
hinchadas proporciones.
—Me lo meterá por detrás —señaló la dama—, en levrette,
pero debe tener mucho cuidado, ¡es temiblemente grande!
Al padre Clement le brillaron los ojos bajo su abundante
mata de cabello rojo, y su enorme instrumento dio un
respingo que hubiera levantado una silla.
En un segundo, la damita se había colocado de rodillas en
el asiento, y Clement, aproximándose por detrás, le levantó el
blanco y delicado lino y dejó al descubierto un trasero rollizo
y bien torneado bajo el cual, medio escondido por los
rechonchos muslos, apenas se veían los labios rojos de una
deliciosa hendidura, lozanamente sombreada por la extensa
vegetación de exquisito vello castaño que se ensortijaba en
torno a ella.
Clement no necesitaba más incitación; tras escupir sobre
la testa de su gran miembro, llevó el bálano hasta los labios
humedecidos, y con numerosas acometidas y mucho esfuerzo,
se afanó por hacerla entrar hasta las pelotas.
Penetró más y más, hasta que dio la impresión de que la
hermosa beneficiaría no tenía posibilidad de albergar nada
más sin peligro para sus partes vitales. Mientras tanto, el
rostro de la dama delataba la extraordinaria emoción que el
gigantesco ariete le producía.
En breve el padre Clement se detuvo. Había entrado hasta
las pelotas. Su vello pelirrojo y ralo se pegaba a las rollizas
nalgas del trasero de la dama. Ésta tenía alojada la verga en
toda su longitud. A continuación tuvo lugar un acoplamiento
que hizo temblar considerablemente el banco y todo el
mobiliario de la estancia.
Con sus brazos en torno a la hermosa dama a la que
poseía, el sensual sacerdote se internaba más y más a cada
arremetida, y retiraba su miembro sólo hasta la mitad, para
llevarlo así mejor hasta su objetivo. La dama se estremecía
con las exquisitas sensaciones que le proporcionaba
dilatación tan vigorosa; luego cerró los ojos, echó la cabeza
hacia atrás y emitió sobre el invasor un cálido borbotón de
esa esencia de la naturaleza.
Entre tanto, el padre Clement maniobraba en la cálida
vaina, con lo que su abultada arma se volvía más dura y
fuerte, hasta semejar una barra de hierro macizo.
Pero todas las cosas tienen un final, y también lo tuvo el
disfrute del buen padre, pues tras haber empujado, luchado,
apretado y golpeado con su furiosa verga hasta que tampoco
él pudo contenerse más, notó que estaba a punto de
descargar su arma, llevando así la cuestión a su culmen.
Se corrió cuando, con un agudo grito de éxtasis, cayó
sobre el cuerpo de la dama, su miembro enterrado hasta la
raíz, y derramó un prolífico torrente de leche en su
mismísimo útero. En breve todo había terminado, el último
espasmo había quedado atrás, la última gota humeante se
había emitido y Clement yacía como muerto.
No debe imaginar el lector que el buen padre Clement
había quedado satisfecho con el único tiento que, con efecto
tan excelente, acababa de propinar; ni que la dama, cuyo
desenfreno tan poderosamente había sido mitigado, pensaba
abstenerse de toda ulterior diversión. Al contrario, esta
cópula sólo había reavivado las latentes facultades de ambos
para la sensualidad, y ahora de nuevo buscaban aliviar la
ardiente llama de la lujuria.
La dama cayó de espaldas; su membrudo rival se lanzó
sobre ella, e introduciendo su ariete hasta que el vello de
ambos se juntó, volvió a correrse y colmó su útero con un
torrente viscoso.
Insatisfechos todavía, la desenfrenada pareja continuó con
su excitante pasatiempo.
Esta vez Clement se tumbó boca arriba y la dama, al
tiempo que jugueteaba lascivamente con sus enormes
genitales, tomó el voluminoso bálano rojo entre sus labios
sonrosados, y tras estimularlo con enloquecedores toqueteos
hasta que alcanzó una tensión suprema, provocó con avidez
una descarga de su fecundo flujo, que, espeso y caliente,
entró a chorros en su hermosa boca y lo engulló.
Después la dama, cuyo vicio igualaba al menos al de su
confesor, se sentó a horcajadas sobre su musculoso cuerpo, y
tras obtener otra enorme y resuelta erección, descendió sobre
el palpitante astil, empalando su hermosa figura sobre la
masa de carne y músculo hasta que no quedó nada a la vista,
a excepción de las grandes pelotas que colgaban prietas
debajo del arma enhiesta. De este modo logró de Clement
una cuarta descarga, y envuelta en el aroma de la excesiva
efusión de semen, así como fatigada a causa de la inusual
duración del entretenimiento, la dama desapareció para
cavilar a placer sobre las monstruosas proporciones e
inusitadas capacidades de su gigantesco confesor.
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