En cuanto hubo acabado la contienda, y el vencedor, tras
apartarse del cuerpo trémulo de la muchacha, empezó a
recuperarse del éxtasis que tan delicioso encuentro le había
deparado, se corrió una cortina hacia un lado y en la abertura
apareció la propia Cielo Riveros.
Si un cañonazo hubiera pasado cerca del pasmado Mister
Delmont no le habría ocasionado la mitad de la consternación
que sintió, mientras, apenas capaz de dar crédito a sus ojos,
se quedó boquiabierto mirando alternativamente el cuerpo
postrado de su víctima y aquella de la que suponía haber
gozado hacía unos instantes.
Cielo Riveros, cuyo fino salto de cama resaltaba a la perfección
sus jóvenes encantos, simuló quedarse tan estupefacta como
él, pero, fingiendo que se recuperaba del susto, dio un paso
atrás con una expresión de alarma, fingida a la perfección, en
su rostro.
—¿Qué…, qué es todo esto? —inquirió Mister Delmont,
cuya agitación le había impedido recordar que aún no se
había arreglado siquiera las ropas y que ese instrumento tan
importante a la hora de satisfacer su reciente impulso sensual
colgaba, aún henchido y resbaladizo, enteramente expuesto
entre sus piernas.
—¡Cielos, cómo he podido cometer tan terrible error! —
gritó Cielo Riveros, lanzando miradas furtivas a esta apetitosa
exhibición.
—i¡Dime, por piedad, de qué error hablas, y quién es
entonces ésta!… —exclamó el trémulo profanador señalando
a la joven desnuda que yacía delante de él.
—;¡Ay, salga, salga de aquí! —gritó Cielo Riveros, al tiempo que se
precipitaba hacia la puerta, seguida de cerca por Mister
Delmont, ansioso de que le explicaran el misterio.
Cielo Riveros lo condujo a un tocador contiguo, y tras cerrar la
puerta, se lanzó sobre un lecho lujosamente dispuesto,
mostrando sin empacho sus encantos, a la vez que fingía estar
demasiado abrumada por el horror para percatarse de la falta
de decoro de su pose.
—¡Oh, qué he hecho! ¡Qué he hecho! —sollozaba
mientras ocultaba el rostro entre las manos con aparente
angustia.
A Delmont le cruzó fugazmente por la cabeza una horrible
sospecha; lanzó un gemido, que la emoción ahogó.
—Dime, ¿quién es ésa?, ¿quién?
—No ha sido culpa mía. No podía saber que era usted el
que venía, y… y… he puesto en mi lugar a Julia.
Mister Delmont retrocedió un paso, vacilante. Se cernió
sobre él la sensación de haber hecho algo terrible. Una
angustia le nubló la vista y luego fue despertándole poco a
poco a la plena magnitud de lo ocurrido. Antes, empero, de
que pudiera articular palabra, Cielo Riveros, bien instruida con
respecto al curso que tomarían los pensamientos de Mister
Delmont, se apresuró a hablar para impedirle que
reflexionara.
—;¡Calle! Ella no sabe nada de esto. Ha sido un error, un
terrible error, y nada más. Si está dolido, ha sido sólo culpa
mía, no de usted; tenga por seguro que no sospeché ni por un
instante que iba a ser usted. Creo —añadió, poniendo un
hermoso morrito y lanzando una significativa mirada de
reojo al miembro aún abultado— que fue muy cruel por su
parte no haberme dicho que iba a ser usted.
Mister Delmont vio a una joven hermosa delante de sí; no
pudo menos que admitir para sus adentros que, fueran cuales
fueren los placeres que hubiera obtenido en el involuntario
incesto en que había tomado parte, éstos habían frustrado no
obstante su intención primera, y le habían privado de algo
por lo que había pagado de mil amores.
—Ay, si se enteraran de lo que he hecho… —murmuró
Cielo Riveros, al tiempo que cambiaba un poco de postura y exponía
una porción de una pierna por encima de la rodilla.
A Mister Delmont le brillaron los ojos. A medida que
recuperaba la calma, y a su pesar, sus pasiones animales se
imponían.
—Si descubrieran lo que he hecho… —repitió Cielo Riveros, y al
decir eso se semiincorporó y rodeó con sus hermosos brazos
el cuello del iluso progenitor.
Mister Delmont la estrechó en un fuerte abrazo.
—Oh, Dios mío, ¿qué es esto? —susurró Cielo Riveros, cuya
manita había asido la viscosa arma de su galán, y ahora
estaba ocupada en apretarla y amasarla.
El miserable acusaba todos sus toqueteos, todos sus
encantos, y, una vez más enardecido de lujuria, no
ambicionaba sino poseer su joven virginidad.
—Si he de ceder —dijo Cielo Riveros—, sea usted tierno
conmigo… ¡Ay, qué forma de tocarme! Quite esa mano de
ahí. ¡Ay, cielos! ¿Qué hace usted?
Cielo Riveros sólo tuvo tiempo de vislumbrar su bálano colorado,
más duro y grueso que nunca, y antes de darse cuenta, el otro
se le había echado encima. No opuso resistencia, y Mister
Delmont, excitado por su belleza, encontró sin tardanza el
punto exacto que buscaba, y aprovechándose de su postura
oferente, hincó con fuerza el pene ya lubricado en sus jóvenes
y tiernas partes.
Cielo Riveros gimió.
El dardo caliente la penetró más y más hasta que sus
estómagos se encontraron y él se ensartó en el cuerpo de la
joven hasta las pelotas.
Entonces dio comienzo un rápido y delicioso encuentro en
el que Cielo Riveros interpretó su papel a la perfección, y excitada
por este nuevo instrumento de placer, se derramó en un
torrente de goce. Mister Delmont siguió su ejemplo y arrojó
dentro de Cielo Riveros un copioso aluvión de su fecundo esperma.
Durante unos momentos ambos yacieron sin moverse,
bañados en la exudación de sus mutuos éxtasis y jadeantes a
causa de los esfuerzos, hasta que, de pronto, se oyó un
ruidito, y antes de que ninguno de ellos hubiera hecho amago
de retirarse, o de cambiar la inequívoca postura en que se
hallaban, se abrió la puerta del tocador y, en el umbral,
hicieron su aparición tres personas casi simultáneamente.
Se trataba del padre Ambrose, de Mister Verbouc y de la
dulce Julia Delmont.
Los dos hombres sostenían entre ambos la figura medio
consciente de la jovencita, cuya cabeza, lánguidamente
ladeada, se apoyaba sobre los hombros del robusto sacerdote,
mientras Verbouc, no menos favorecido por su proximidad,
sujetaba su delgado cuerpo con el nervioso brazo y le miraba
la cara con una expresión de lujuria insatisfecha que sólo un
diablo encarnado habría sido capaz de igualar. El desorden
en el vestir de ambos distaba mucho de la decencia, y la
pobrecita Julia estaba tan desnuda como cuando, apenas un
cuarto de hora antes, había sido violentamente profanada por
su propio padre.
— ¡Calle! —le susurró Cielo Riveros a su cariñoso compañero,
poniéndole la mano sobre los labios—, por el amor de Dios,
no se incrimine. No pueden saber quién lo ha hecho; más vale
sufrir que confesar un hecho tan terrible. No tienen piedad;
ándese con cuidado de no contrariarlos.
Mister Delmont vio al instante lo que había de cierto en la
predicción de Cielo Riveros.
—i¡Mire, dechado de lujuria! —exclamó el piadoso
Ambrose—, ¡mire en qué estado hemos encontrado a esta
estimada niña! —Y llevando su manaza a la hermosa y escasa
motte de la joven Julia, mostró con descaro sus dedos,
empapados de la descarga paternal.
—Es terrible —observó Verbouc—, ¿y si hubiera quedado
en estado?
—¡Es abominable! —gritó el padre Ambrose—. Debemos
evitar eso a toda costa.
Delmont gimió.
Mientras tanto, Ambrose y su compañero introdujeron a
su joven y hermosa víctima en el tocador y comenzaron a
prodigarle los toqueteos preliminares y los manoseos lascivos
que preceden al abandono desbocado a la posesión lujuriosa.
Julia, casi del todo recuperada de los efectos del sedante que
le habían suministrado, y del todo perpleja ante el proceder
de la virtuosa pareja, apenas parecía consciente de la
presencia de su padre, mientras que este digno varón, a quien
los brazos de Cielo Riveros mantenían en su lugar, yacía, empapado,
sobre el blanco y liso estómago de ésta.
—Le corre la leche piernas abajo —exclamó Verbouc a la
vez que metía la mano con afán entre los muslos de Julia—,
¡qué vergiienza!
—Le ha llegado hasta los hermosos piececillos —observó
Ambrose, al tiempo que levantaba una de sus torneadas
piernas so pretexto de examinar la delicada bota de piel de
cabritilla, sobre la que de veras había más de un gota de flujo
seminal, mientras que, con una mirada abrasadora, exploraba
la rajita rosada así expuesta a la vista.
Delmont volvió a gemir.
—;¡Ay, Dios bendito, qué hermosura! —gritó Verbouc, al
tiempo que propinaba un cachete a las regordetas nalgas—.
Ambrose, proceda para evitar consecuencia alguna de
circunstancia tan insólita. Únicamente una segunda emisión
de otro vigoroso varón puede darnos garantía absoluta de
algo así.
—Sí, debe recibirla, de eso no hay duda —murmuró
Ambrose, cuyo estado durante todo este rato es más fácil
imaginar que describir.
La sotana le sobresalía por delante: todos sus ademanes
delataban sus violentas emociones. Ambrose se levantó el
hábito y dejó en libertad su enorme miembro, cuya inflamada
testa de color rubí pareció amenazar los cielos.
Julia, terriblemente asustada, hizo un débil intento de
escapar. Verbouc, encantado, la sujetó a la vista de todos.
Julia miró por segunda vez el miembro ferozmente erecto
de su confesor, y sabedora de su intención, debido a la
iniciación que ya había superado, estuvo a punto de
desmayarse en un estado de terror convulso.
Ambrose, como si quisiera escandalizar tanto al padre
como a la hija, dejó completamente al descubierto sus
enormes genitales y meneó el gigantesco pene delante de sus
narices.
Delmont, postrado de terror y viéndose en manos de los
dos conspiradores, contuvo la respiración y se encogió junto a
Cielo Riveros, que, encantada en extremo con el éxito del plan,
continuaba aconsejándole que se mantuviera ajeno y les
dejara salirse con la suya.
Verbouc, que había estado manoseando las partes
húmedas de la joven Julia, la entregó ahora a la furiosa
lascivia de su amigo y se preparó para su diversión preferida:
la de contemplar la violación.
El sacerdote, fuera de sí de lubricidad, se despojó de su
ropa interior y, con el miembro amenazadoramente erecto
todo el rato, pasó a la deliciosa tarea que le esperaba. «Por
fin es mía», murmuró, y asiendo a su presa, la rodeó con sus
brazos y la levantó del suelo. Se llevó a la temblorosa Julia a
un sofá cercano, se lanzó sobre su cuerpo desnudo y se afanó
con toda su alma por culminar su goce. Su monstruosa arma,
dura como el hierro, arremetía contra la rajita rosada que,
aunque ya estaba lubricada con el semen que había recibido
de Mister Delmont, no era vaina fácil para el gigantesco pene
que la amenazaba.
Ambrose continuó con sus esfuerzos. Mister Delmont sólo
veía una masa ondulante de seda negra mientras la robusta
figura del sacerdote se debatía sobre el cuerpo de su hijita.
Con demasiada experiencia a sus espaldas para que lo
mantuvieran a raya, Ambrose percibió que ganaba terreno, y
demasiado dueño de la situación como para permitir que el
placer lo sorprendiera excesivamente pronto, venció toda
oposición, y un fuerte grito de Julia anunció que la había
penetrado el inmenso ariete.
Un grito sucedió a otro hasta que Ambrose, al cabo
clavado con firmeza en el vientre de la joven, sintió que ya
no podía avanzar más y dio comienzo a esos deliciosos
movimientos rápidos hacia arriba y hacia abajo que iban a
poner punto final a su placer y a la tortura de su víctima.
Entre tanto Verbouc, cuya lujuria había sido intensamente
acicateada durante la escena entre Mister Delmont y Julia, y
más adelante por la que había tenido lugar entre el necio y su
sobrina, se precipitó ahora hacia esta última, y liberándola
del abrazo cada vez menos firme de su desafortunado amigo,
le abrió las piernas de inmediato, contempló durante un
instante el orificio empapado, y a continuación, sintiéndose
morir de placer, se enterró de una embestida en el vientre de
Cielo Riveros, asaz lubricado merced a la abundancia de leche que ya
se había descargado allí. Las dos parejas llevaban a cabo su
deliciosa cópula en silencio, sólo interrumpido por los
quejidos de Julia, medio agónica, la respiración estentórea
del feroz Ambrose, y los gemidos y sollozos de Mister
Verbouc. La refriega fue tornándose más rápida y deliciosa.
Ambrose, tras haber forzado su gigantesco pene hasta la mata
rizada de pelo moreno que cubría su base en la estrecha
hendidura de la jovencita, se puso lívido de lujuria. Empujó,
horadó, la desgarró con la fuerza de un toro; y de no haberse
impuesto al final la naturaleza llevando el éxtasis a un
culmen, habría sucumbido a su excitación con un ataque que
probablemente le habría impedido repetir en su vida una
escena semejante.
Ambrose lanzó un fuerte grito. Verbouc bien sabía su
significado: estaba descargando. El éxtasis de su amigo sirvió
para acelerar el suyo propio. Del interior de la cámara surgió
un aullido de lujuria apasionada mientras los dos monstruos
llenaban a sus víctimas con sus derramaduras seminales. No
una, sino tres veces lanzó el sacerdote su fecunda esencia en
el útero de la tierna muchacha antes de quedar mitigada su
atroz fiebre de deseo.
Tal como fueron las cosas, decir que Ambrose
sencillamente descargó no daría sino una idea muy vaga del
hecho. Verdaderamente lanzó su semen dentro de la pequeña
Julia a chorros potentes y espesos, profiriendo sin cesar
gemidos de éxtasis a medida que cada cálida y viscosa
inyección pasaba por su enorme uretra y salía despedida en
torrentes hacia el ya dilatado receptáculo. Transcurrieron
varios minutos antes de que todo hubiera acabado y el brutal
sacerdote se retirara de su víctima desgarrada y
ensangrentada.
Al mismo tiempo, Mister Verbouc dejó al descubierto los
muslos abiertos y la hendidura embadurnada de su sobrina,
que sumida aún en el maravilloso trance que sigue al deleite
atroz, no se apercibió de los espesos grumos que formaban un
charco blanco en el suelo entre sus piernas, que aún estaban
enfundadas en las medias intactas.
—;¡Ah, qué delicia! —exclamó Verbouc, volviéndose hacia
el pasmado sujeto—; ya ve, después de todo, el sendero del
deber nos depara placer, ¿no le parece, Delmont? Si el padre
Ambrose y yo no hubiéramos mezclado nuestras humildes
ofrendas con la fecunda esencia de la que usted parece haber
hecho tan buen uso, ni se sabe qué calamidad podría haberse
producido. Ah, sí, no hay nada como hacer lo correcto, ¿eh,
Delmont?
—No lo sé. Me siento mal; me parece estar viviendo una
especie de sueño, y sin embargo no soy insensible a las
sensaciones que me provocan renovado placer. No dudo de su
amistad ni de su discreción. He disfrutado mucho, y aún
estoy excitado. No sé lo que quiero. ¡Digan algo, amigos
míos!
El padre Ambrose se acercó a él, y a la vez que posaba su
manaza sobre el hombro del pobre hombre, le dio ánimos
susurrándole unas palabras de consuelo al oído.
En tanto que pulga, no me puedo tomar la libertad de
mencionar cuáles fueron esas palabras, pero su efecto fue el
de disipar en gran medida la nube de terror que oprimía a
Mister Delmont. Se sentó y fue recuperando la calma poco a
poco.
Julia también se había recuperado, y las dos jovencitas,
sentadas a ambos lados del fornido sacerdote, no tardaron en
estar relativamente a gusto. El devoto eclesiástico les habló
como un padre y sacó a Mister Delmont de su encogimiento,
y el digno varón, que se había refrescado copiosamente el
gaznate con una libación considerable de buen vino, empezó
a dar señales evidentes de estar encantado con la compañía
en que se encontraba.
Pronto los efectos vigorizantes del vino empezaron a dejar
en evidencia a Mister Delmont. Lanzaba tristes y envidiosas
miradas a su hija. Su excitación era evidente y se ponía de
manifiesto en la protuberancia de sus pantalones.
Ambrose percibió su deseo y le dio aliento. Lo llevó hasta
Julia, que, aún desnuda, no tenía manera de esconder sus
encantos. El padre contempló a su hija con una mirada en la
que predominaba la lujuria.
«Una segunda vez no sería mucho más pecaminosa», se
dijo.
Ambrose asintió a modo de aprobación. Cielo Riveros le
desabrochó la ropa interior y le sacó la polla rígida para
después apretársela suavemente.
Mister Delmont entendió la situación, y en un instante
estaba encima de su hija. Cielo Riveros guió su incestuoso miembro
hacia los tiernos labios rojos; unos cuantos embates y el
padre, medio enloquecido, había entrado por completo en el
vientre de su hermosa hija.
Las circunstancias de su horrible parentesco intensificaron
la lucha que se entabló a continuación. Tras una correría
rápida y feroz, Mister Delmont descargó y su hija recibió en
lo más recóndito de su joven útero las pecaminosas
derramaduras de su antinatural padre.
El padre Ambrose, al que la sensualidad lo dominaba por
completo, tenía otra debilidad, y ésa era la de predicar; era
capaz de predicar hora tras hora, no tanto sobre temas
religiosos como sobre otros mucho más mundanos y que, por
lo general, no hubiera aprobado la santa madre Iglesia.
En esta ocasión pronunció un discurso que me resultó
imposible seguir, y me eché a dormir en la axila de Cielo Riveros
hasta que hubo acabado.
No sé cuánto tiempo había transcurrido cuando me
desperté, pero entonces vi que la dulce Cielo Riveros, tras asir en su
manita el gran asunto colgante del sacerdote, lo apretaba y
cosquilleaba de tal modo que el buen hombre se vio obligado
a decirle que parara debido a la sensación que le producía.
Mister Verbouc, que como se recordará no codiciaba nada
tanto como un bollo bien embadurnado de mantequilla, sabía
muy bien lo espléndidamente embadurnadas que estaban las
partecillas de la recién convertida Julia. La presencia de su
padre —más que impotente para evitar el supremo disfrute
de su hija por parte de estos dos libidinosos varones— no
hacía sino aumentar su apetito, en tanto que Cielo Riveros, que
notaba cómo le rezumaba la secreción de la tibia hendidura,
era asimismo consciente de ciertas ansias que sus encuentros
previos no habían aplacado.
Verbouc visitó otra vez con sus lascivos toqueteos los
dulces e infantiles encantos de Julia, amasando
impúdicamente sus rotundas nalgas y metiendo los dedos
entre sus torneados montículos.
El padre Ambrose, no menos activo, había pasado su
brazo por la cintura de Cielo Riveros, y pegándose a la joven medio
desnuda, cortejaba sus hermosos labios con licenciosos besos.
A medida que los dos hombres se entregaban a estos
jugueteos, sus deseos fueron creciendo hasta que sus armas,
rojas e inflamadas debido a los goces previos, se irguieron
firmes en el aire y amenazaron, tiesas, a las jóvenes criaturas
que tenían en su poder.
Ambrose, cuya lujuria nunca requería de muchos
incentivos, se abalanzó sin pérdida de tiempo sobre Cielo Riveros,
que, de buena gana, le dejó que la tumbara sobre el lecho que
ya había presenciado dos encuentros, y la osada joven le dejó
entrar entre sus blancos muslos, cosa que enardeció aún más
su garrote descapuchado y excitado, y facilitando el
desproporcionado ataque en la medida de sus posibilidades,
lo recibió en toda su tremenda hechura en la hendidura
húmeda.
Este espectáculo tuvo tal efecto sobre Mister Delmont que,
a todas luces, no necesitó más estímulos para acometer un
segundo coup cuando hubo acabado el sacerdote.
Mister Verbouc, que llevaba un rato lanzando miradas
lascivas a la hijita de Mister Delmont, volvió a notarse
preparado para disfrutar. Llegó a la conclusión de que la
repetida violación que había sufrido ya en manos de su
propio padre y el sacerdote la habían dejado dispuesta para
la parte que a él más le gustaba, y comprobó, tanto con el
tacto como con la vista, que las descargas que había recibido
habían lubricado sus partes lo bastante como para satisfacer
su más ansiado deseo.
Verbouc miró de soslayo al sacerdote, que ahora estaba
ocupado en el delicioso disfrute de su sobrina, y acercándose
a la joven Julia para aprovechar su oportunidad, consiguió
darle la vuelta sobre el lecho y, tras un esfuerzo considerable,
le hincó el firme miembro hasta las pelotas en su delicado
cuerpo.
Este nuevo e intensificado goce llevó a Verbouc al borde
de la locura; se introdujo en la estrecha hendidura como en
un guante y todo su cuerpo se estremeció.
—-:¡Oh, esta niña me hace sentir en el cielo! —murmuró, al
tiempo que clavaba su gran miembro hasta las pelotas, que
colgaban debajo bien duras—. Dios todopoderoso, ¡qué
estrechez, qué escurridizo placer!… ¡Ah! —Y otra embestida
hizo gemir de nuevo a la pobre Julia.
Mientras tanto, el padre Ambrose, con los ojos
entornados, los labios entreabiertos y las ventanas de la nariz
dilatadas, arremetía contra las hermosas partes de la joven
Cielo Riveros, cuyo goce quedaba patente en sus sollozos de placer.
—¡Ay, Dios mío! Su cosa es demasiado grande, ¡es
enorme! ¡Oh, me llega hasta la cintura!… ¡Oh, oh, esto es
demasiado! No tan fuerte, querido padre… ¡Cómo empuja,
me va a matar!… ¡Ah! Con cuidado, más lento, así. ¡Siento
sus grandes pelotas contra mi trasero!
—¡Alto ahí! —gritó Ambrose, cuyo placer se había
tornado insoportable y cuya leche estaba a punto de brotar a
chorros—. Hagamos una pausa. ¿Quiere que nos cambiemos,
amigo mío? A mí me parece una estupenda idea…
—No, oh, no… No puedo moverme, sólo puedo continuar:
esta querida niña me depara un goce perfecto.
—Quédate quieta, Cielo Riveros, estimada niña, o me harás
derramar. No me aprietes el arma con tanto entusiasmo.
—No puedo evitarlo, me va a matar usted de placer. ¡Oh,
continúe, pero con tiento!… ¡Ay, no tan fuerte! ¡No empuje
con tanta furia!… ¡Cielos, se va a correr! Se le cierran los
ojos, se le abren los labios. ¡Dios mío, me va usted a matar,
me parte en dos con eso tan grande!… ¡Oh, sí! Adelante,
córrase, estimado padre Ambrose. Deme esa leche ardiente…
¡Oh! Empuje más fuerte, más… ¡Máteme si le place! —Cielo Riveros
rodeó con sus brazos blancos el fornido cuello, abrió al
máximo sus tersos y hermosos muslos y se empaló con su
enorme instrumento hasta que la velluda barriga se frotó
contra su suave monte de Venus—. ¡Empuje, empuje ahora!
—gritó Cielo Riveros, olvidando todo pudor al tiempo que liberaba su
propia descarga entre espasmos de placer—. ¡Empuje,
empuje, métamela!… ¡Ay, sí, así!… ¡Ah, Dios, qué tamaño!
¡Qué longitud! Me parte en dos, ¡qué bruto es usted! ¡Oh, oh!
Ya se corre, lo noto… ¡Dios, qué lechada! ¡Qué borbotones!
Ambrose descargó con furia, como el semental que era, a
la vez que se hincaba con toda su alma en el tibio vientre que
tenía debajo de sí.
Después se retiró a regañadientes, y Cielo Riveros, liberada de sus
garras, se volvió para contemplar a la otra pareja. Su tío
arremetía con innumerables embates rápidos y breves a su
amiguita, y era evidente que su goce iba a llegar al culmen
sin dilación.
Julia, por su parte, a quien, por desgracia, la reciente
violación y el subsiguiente trato despiadado por parte del
brutal Ambrose habían herido y debilitado, no disfrutaba en
absoluto, sino que yacía sumisa e inerte en los brazos de su
violador.
Cuando, por consiguiente, tras unas cuantas arremetidas
más, Verbouc se echó hacia delante para correrse con una
voluptuosa descarga, Julia sólo notó que inyectaban en su
interior algo tibio y húmedo, sin experimentar ninguna otra
sensación que languidez y fatiga.
A este tercer atropello le siguió otra pausa, durante la cual
Mister Delmont se retiró a un rincón y se quedó, al parecer,
adormilado. Se cruzaron entonces un millar de dichos
ingeniosos. Ambrose, reclinado en el lecho, hizo que Cielo Riveros se
acercara a él, y aplicando los labios a su raja empapada,
disfrutó prodigándole besos y toqueteos de la naturaleza más
rijosa y depravada.
Mister Verbouc, para no quedar a la zaga de su
compañero, puso en práctica varias invenciones igualmente
libidinosas con la inocente Julia.
Luego la tumbaron entre los dos sobre el lecho y palparon
todos sus encantos, demorándose con admiración en su motte
casi imberbe y en los rojos labios de su coñito.
Tras un rato, los deseos de ambos fueron secundados por
los indicios externos y bien visibles de las vergas enhiestas,
ansiosas otra vez por probar placeres tan arrobadores y
exquisitos.
No obstante, ahora se iba a inaugurar un nuevo programa.
Ambrose fue el primero en proponerlo.
—Ya nos hemos divertido bastante con sus coños —dijo
sin miramientos, al tiempo que se volvía hacia Verbouc, que
se había desplazado hasta donde estaba Julia y jugueteaba
con sus pezones—. Vamos a ver de qué están hechos sus
traseros. Esta encantadora criatura, por ejemplo, sería un
placer para el propio Papa, y debe de tener nalgas de
terciopelo y un derriére digno de que se corra en él un
emperador.
La idea se puso en práctica de inmediato y se sujetó a las
víctimas. Era abominable, era monstruoso, resultaba
aparentemente ¡imposible cuando se contemplaba la
desproporción. El enorme miembro del sacerdote se presentó
ante la pequeña abertura posterior de Julia; el de Verbouc
amenazaba a su sobrina por el mismo agujero. Un cuarto de
hora se consumió en los preliminares, y tras una aterradora
escena de lujuria y lascivia, las dos muchachas recibieron en
sus entrañas los chorros candentes de sus impías descargas.
Al cabo la calma sucedió a las violentas emociones que
habían arrollada a los intérpretes de esta monstruosa escena.
Finalmente, prestaron atención a Mister Delmont.
El digno varón, como ya he señalado, estaba
discretamente instalado en un rincón, al parecer vencido por
el sueño, o el vino, o posiblemente por ambos.
—¡Qué sosegado está! —observó Verbouc.
—Una conciencia pecadora es triste compañera —señaló
el padre Ambrose, cuya atención se centraba en la ablución
de su instrumento colgante.
—Venga, amigo mío, le toca el turno a usted. Aquí tiene
un obsequio —continuó Verbouc, exhibiendo, para
edificación de todos, las partes más secretas de la casi
insensible Julia—. Venga y disfrute de ello. Pero ¿qué le
ocurre a este hombre? ¡Cielo santo!, ¿pero qué es esto?
Verbouc retrocedió un paso.
El padre Ambrose se inclinó sobre el cuerpo del
malhadado Delmont y le palpó a la altura del corazón.
—Está muerto —dijo con voz queda.
Y así era.
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