Cielo Riveros seguía proporcionándome los pastos más deliciosos.
Sus jóvenes extremidades nunca echaban de menos las dosis
carmesí que yo .embebía, ni acusaban como grave
inconveniencia las minúsculas punzadas que, muy a
regañadientes, me veía obligado a infligirle para sustentarme.
Decidí, por tanto, permanecer con ella a pesar de que
últimamente su conducta se había tornado un tanto
cuestionable y algo irregular, por no decir otra cosa.
De lo que sí me apercibí sin lugar a dudas es de que había
perdido todo atisbo de delicadeza y recato virginal, y que
ahora sólo vivía para los deleites del goce sexual.
Pronto quedé convencido de que mi damita no había
desoído ni un ápice de la lección que había recibido acerca
de su parte en la conspiración que se estaba preparando.
Ahora me propongo relatar cómo interpretó su papel.
No transcurrió mucho tiempo antes de que Cielo Riveros se
encontrara en la mansión de Mister Delmont, y, como lo
quiso la suerte, o mejor dicho, como lo había planeado aquel
digno varón, a solas con el enamorado propietario.
Mister Delmont vio su oportunidad, y como un general
avispado, se dispuso al instante para el ataque. Consideraba a
su hermosa acompañante o bien del todo ajena a sus
intenciones, o bien deliciosamente dispuesta a alentar sus
insinuaciones.
Ya tenía Mister Delmont su brazo en torno a la cintura de
Cielo Riveros cuando, al parecer por casualidad, la suave mano
derecha de ésta, que la nerviosa palma del caballero
estrechaba, se posó en su varonil muslo.
Lo que Cielo Riveros percibió bajo su mano evidenció sin asomo
de duda la violenta emoción de éste. Un estremecimiento
recorrió rápidamente el duro objeto que yacía oculto, y Cielo Riveros
sintió a su vez ese espasmo simpático que denota placer
sensual.
El mujeriego Mister Delmont atrajo suavemente a la
muchacha hacia sí y abrazó su complaciente cuerpo. Le
estampó de repente un cálido beso en la mejilla y susurró
lisonjas para desviar la atención de la muchacha. Intentó algo
más: movió suavemente la mano de Cielo Riveros en torno al duro
objeto hasta que la damita percibió que la excitación de su
compañero corría el peligro de desbocarse.
Durante todo este rato, Cielo Riveros se había ceñido
estrictamente a su papel; era la viva imagen de la inocencia
recatada.
Mister Delmont, animado por la falta de resistencia de su
joven amiga, tomó otras medidas aún más resueltas. Su
traviesa mano resiguió la cenefa del delicado vestido de Cielo Riveros
y apretó su tierna pantorrilla. A continuación, de repente,
mientras depositaba un cálido beso en sus labios rojos,
introdujo raudo los dedos trémulos por debajo del vestido y
le tocó el rollizo muslo.
Cielo Riveros se apartó. En cualquier otro momento, de buen
grado se hubiera tendido de espaldas y le habría permitido
hacerle las peores cosas que supiera hacer; sin embargo
recordó cuál era su papel y siguió interpretándolo a la
perfección.
—¡Oh, qué maleducado es usted! —se encolerizó la
damita—, ¡qué travieso, no puedo permitírselo! Mi tío dice
que no debo permitir a nadie que toque eso, al menos no sin
antes… —Cielo Riveros titubeó, se interrumpió y puso cara
bobalicona.
Además de excitación, Mister Delmont sentía ahora
curiosidad.
—¿No sin antes qué, Cielo Riveros?
—Oh, no debo decírselo. No debería haberlo mencionado.
Pero al hacerme usted algo tan maleducado, he perdido la
cabeza y lo he olvidado.
—-Olvidar, ¿el qué?
—Algo que mi tío me ha dicho a menudo —respondió
sencillamente Cielo Riveros.
—¿De qué se trata? Dímelo.
—No me atrevo. Además, no entiendo a qué se refiere.
—Si me dices qué es lo que te dijo, yo te lo explicaré.
—¿Me promete no contárselo a nadie?
—Desde luego.
—Bueno, pues dice que no debo dejar que nadie eche
mano ahí, y que quien quiera hacerlo, debe pagar bien por
ello.
—«¿De verdad dice eso?
—Sí, eso dice. Y también dice que soy capaz de
proporcionarle una buena suma de ese modo, y que hay
muchísimos caballeros acaudalados que pagarían por lo que
usted quiere hacerme, y dice que él no es tan estúpido como
para perder una oportunidad semejante.
—Francamente, Cielo Riveros, tu tío es un escrupuloso hombre de
negocios. No le tenía por esa clase de personas.
—Pues así es él —replicó Cielo Riveros—. Tiene mucha afición al
dinero, créame, pero lo mantiene en secreto; y apenas sé a
qué se refiere, pero a veces dice que va a vender mi
virginidad.
«¿Será posible?», pensó Mister Delmont.
—¡Qué hombre debe de ser! ¡Qué impresionante vista
para los negocios!
De hecho, cuanto más pensaba en ello Mister Delmont,
más convencido estaba de que la ingeniosa explicación de
Cielo Riveros era cierta. Había que comprarla. Y él la compraría;
prefería mil veces eso a recurrir a una relación secreta y
luego correr el riesgo de ser descubierto y castigado.
No obstante, antes de que pudiera hacer poco más que dar
vueltas en su cabeza a estas sabias reflexiones, les
interrumpió la llegada de su hija Julia, y muy a su pesar,
soltó a su acompañante y se arregló la ropa para no ofender
al recato.
Cielo Riveros adujo rápidamente una excusa y se fue a su casa,
dejando que los acontecimientos siguieran su curso.
La ruta que tomó mi hermosa damita discurría entre
varios prados y paralela a un camino de carro que
desembocaba en una amplia carretera muy cerca de la
residencia de su tío.
Era a primera hora de la tarde y hacía un tiempo
magnífico. La vereda daba varios giros repentinos, y mientras
Cielo Riveros seguía su camino, se distraía observando el ganado en
los pastos aledaños.
En breve la vereda estuvo flanqueada por árboles. La larga
línea recta de troncos separaba el camino de carro del
sendero para los transeúntes. En el prado más cercano vio a
varios hombres labrando la tierra, y un poco más allá, a un
grupo de mujeres que habían hecho un breve alto en su tarea
de escardar para cotillear un rato.
Al otro lado de la vereda había un seto, y al mirar a través
de él Cielo Riveros vio una escena que la sobrecogió en extremo. En
el prado había dos animales, un caballo y una yegua. Aquél
había estado a todas luces persiguiendo a ésta por el prado y
al fin había acorralado a su compañera en un extremo, no
muy lejos de donde se encontraba ella.
Pero lo que más sobrecogió y sorprendió a Cielo Riveros fue la
maravillosa excitación que mostraba un largo y pardusco
miembro erecto que colgaba bajo el vientre del semental y
que, de vez en cuando, se levantaba contra su cuerpo con una
impaciente sacudida.
Sin duda la yegua también había reparado en el miembro,
pues ahora estaba perfectamente quieta de espaldas al
caballo.
A éste lo acuciaban demasiado sus instintos eróticos como
para coquetear mucho rato, y la damita vio para su asombro
que la enorme criatura se montaba sobre la yegua por detrás
para luego intentar ensartarle su herramienta.
Cielo Riveros observaba, llena de interés y expectación, y vio
cómo el largo miembro hinchado del caballo acertaba al cabo
y desaparecía por completo en los cuartos traseros de la
yegua.
Decir que se despertaron las emociones sensuales de la
joven no sería sino expresar el resultado natural de una
exhibición tan salaz. Fue más que un despertar; sus instintos
libidinosos se encendieron. Se cogió las manos y contempló
con interés el lascivo encuentro; y cuando, tras proceder
rápida y furiosamente, el animal retiró su pene empapado,
Cielo Riveros se quedó mirándolo. Le invadían unas ansias dementes
de apropiarse del enorme colgajo y de utilizarlo para su
propio deleite.
En este excitado estado de ánimo, notó que necesitaba
hacer algo para aliviar la poderosa emoción que la oprimía.
Haciendo un gran esfuerzo, Cielo Riveros apartó la vista, y en ese
mismo momento, cuando llevaba recorridos media docena de
pasos, se topó con una escena que sin duda no era proclive a
aliviar su excitación.
En medio del camino se hallaba un rústico joven de unos
dieciocho años; sus rasgos atractivos, pero un tanto estúpidos,
estaban vueltos hacia el prado donde retozaban los
afectuosos corceles. Una abertura en el seto que bordeaba la
vereda le proporcionaba una excelente panorámica, y se
entregaba a su contemplación con tanto interés como el que
había mostrado antes Cielo Riveros.
Pero lo que llamó poderosamente la atención a la
muchacha fue el estado de las vestiduras del mozo, y la
aparición de un tremendo miembro, coloradote y bien
desarrollado, que, a cara descubierta y expuesto por
completo, alzaba al frente con desvergüenza su airada cresta.
El efecto que había producido la escena del prado no
dejaba lugar a dudas, pues el mozo ya se había desabrochado
la ropa interior de basto tejido y se asía con nerviosismo un
arma de la que se habría enorgullecido un carmelita.
Devoraba con ojos anhelantes la escena que ante él se
desarrollaba en el prado mientras su mano derecha retiraba
la piel de la enhiesta columna y maniobraba vigorosamente
arriba y abajo, ajeno por completo a que un espíritu tan
parecido al suyo estuviera siendo testigo de su proceder.
Un respingo y una exclamación que dejó escapar Cielo Riveros le
obligaron a mirar en derredor de inmediato, y allí mismo,
delante de él, vio a la hermosa muchacha, ante la que
exponía por completo su desnudez y su lasciva erección.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Cielo Riveros, en cuanto pudo hablar
—, ¡qué horrible visión! ¡Qué muchacho tan malvado! Pero
¿qué haces con esa cosa larga y roja?
El chico, avergonzado, intentó torpemente volver a
meterse en los calzones el objeto que había provocado estos
comentarios, pero su evidente confusión y la rigidez de la
cosa hicieron de la operación algo muy difícil, por no decir
tedioso.
Cielo Riveros acudió amablemente en su ayuda.
—¿Qué es eso? Déjame que te ayude. ¿Cómo es que ha
salido? Qué grande y duro es, ¡y vaya longitud! Caramba,
¡qué tremendamente grande la tienes, picarón! —y mientras
hablaba posó su delicada manita blanca sobre el pene erguido
del muchacho, y al asirlo suave y cálidamente, como es
natural, no hizo más que restarle posibilidades de volver a
entrar en su refugio.
Entre tanto, el mozo, al tiempo que recobraba poco a poco
el aplomo y observaba lo hermosa y en apariencia inocente
que era su nueva conocida, dejó de hacer patente deseo
alguno de ayudarla en el laudable empeño de ocultar el
rígido y afrentoso miembro. De hecho, por más que así lo
hubiera deseado, la tarea se hizo imposible, pues en cuanto
Cielo Riveros lo hubo apresado, adquirió proporciones aún mayores,
mientras el bálano púrpura y tirante relucía como una ciruela
madura.
—¡Qué diablillo! —observó Cielo Riveros—. ¿Qué debo hacer? —
continuó, mirando con coquetería el hermoso rostro del
aldeano.
—¡Ah, cómo me gusta eso! —dijo el mozo dando un
suspiro—, quién iba a pensar que estaba usted tan cerca
mientras yo me sentía tan mal… ¡Acababa de empezar a
palpitar y a hinchárseme ahora mismo!
—Esto es muy, pero que muy perverso —señaló la damita,
que oprimió con más fuerza y notó que las exuberantes
llamas de la lujuria se alzaban cada vez más en su interior—.
Esto está mal, y es una travesura, bien lo sabes, granuja.
—¿Ha visto lo que hacían los caballos en el prado? —
preguntó el chico, mirando perplejo a Cielo Riveros, cuya belleza le
parecía que se elevaba como la aurora sobre sus cortas
entendederas del mismo modo que el sol sale a hurtadillas
sobre un paisaje lluvioso.
—Sí, lo he visto —contestó la muchacha, inocentemente
—. ¿Para qué lo hacían? ¿Y qué hacían exactamente?
—Pues jodían —respondió el joven con una mueca lasciva
—. Él deseaba a la yegua, y la yegua deseaba al semental, de
modo que se han acoplado y han jodido.
—Señor, qué curioso —exclamó Cielo Riveros, desviando su
mirada con simplicidad infantil de la enorme cosa que tenía
entre las manos para posarla en el semblante del joven.
—Sí, ha sido divertido, ¿verdad? Y, ¡Virgen santa!, qué
herramienta tenía, ¿verdad, señorita?
—Inmensa —murmuró Cielo Riveros, pensando también en la cosa
que estaba pelando lentamente, adelante y atrás, con su
propia mano.
—Oh, qué cosquillas me hace —dijo el muchacho entre
suspiros—. ¡Qué hermosa es! ¡Qué frotes tan deliciosos! Siga,
siga, señorita, quiero correrme.
—¿De verdad? —susurró Cielo Riveros—. ¿Quieres que haga que
te corras?
Cielo Riveros vio que el objeto erecto iba enrojeciéndose con la
suave estimulación que le proporcionaba, hasta que la rolliza
punta casi parecía a punto de reventar. Le invadió con
violencia el salaz deseo de observar el efecto de su fricción.
Se aplicó a la lasciva tarea con energías redobladas.
—Oh, por favor, siga… Está a punto de llegar. ¡Oh! ¡Oh!
¡Qué bien lo hace! ¡Agárrela fuerte!… ¡Más rápido!… ¡Pélela
hasta abajo! Ahora, otra vez. ¡Oh!, Dios bendito. ¡Oh! —La
larga y dura herramienta se puso más caliente y rígida a
medida que las manitas la manipulaban con destreza—. ¡Ah,
ah, me corro! ¡Ah! ¡Oh! —exclamó el aldeano con voz
entrecortada, mientras las rodillas le temblaban, el cuerpo se
le ponía rígido, echaba la cabeza atrás y, entre contorsiones y
gritos ahogados, su enorme y poderoso pene arrojaba un
rápido chorro de espeso flujo sobre las manitas que, ansiosas
por bañarse en el cálido y viscoso aluvión, asían ahora con
cariño el enorme astil y le extraían la torrencial lluvia de
semen.
Cielo Riveros, sorprendida y encantada, bombeó hasta la última
gota —de haberse atrevido lo habría lamido—, y luego,
sacando su pañuelo de batista, se limpió los espesos y
nacarados restos de las manos.
El joven, confuso y alelado, guardó el miembro vencido y
observó a su compañera con un aire de curiosidad y asombro
entremezclados.
— ¿Dónde vive? —se le ocurrió al fin preguntar.
—No muy lejos de aquí —contestó Cielo Riveros—. Pero no debes
intentar seguirme, ni indagar, ya sabes. Si lo haces —
continuó la damita—, saldrás perdiendo, pues nunca volveré
a hacértelo, y serás castigado.
—¿Por qué no jodemos como el semental? —sugirió el
joven cuyo ardor, sólo medio apaciguado, empezaba otra vez
a caldearse.
—Algún día, quizás. Ahora no, que tengo prisa. Llego
tarde; debo irme de inmediato.
—¿Me dejará que le meta mano por debajo de la ropa?
Dígame, ¿cuándo volverá?
—Ahora no —aseguró Cielo Riveros, retirándose poco a poco—,
pero nos volveremos a encontrar. —Conservaba un vivido
recuerdo del fornido asunto, ahora dentro de los calzones del
muchacho—. Dime —prosiguió ella—. ¿Has jodido alguna
vez?
—No, pero me gustaría… ¿No me cree?… Bueno, pues
entonces sí, sí que he jodido.
— ¡Qué escándalo! —exclamó la damita.
—Seguro que a mi padre le gustaría follársela —dijo él sin
vacilar, y haciendo caso omiso de su ademán de despedida.
—¿Tu padre? ¡Qué horrible!… ¿Cómo estás tan seguro?
—Porque mi padre y yo nos follamos a las mozas juntos.
Su herramienta es mucho más grande que la mía.
—Si tú lo dices… Pero ¿de veras tu padre y tú hacéis esas
cosas juntos?
—Sí, cuando se nos presenta la oportunidad. Debería verle
joder. ¡Ay, vive Cristo! —exclamó, y sonrió como un tonto.
—No pareces muy listo —dijo Cielo Riveros.
—Pues mi padre no es tan listo como yo —replicó el
mozo, esbozando una amplia sonrisa al tiempo que le
enseñaba la polla, otra vez medio erguida—. Ahora sé cómo
joder, aunque sólo lo he hecho una vez. Debería verme follar.
Y Cielo Riveros vio la enorme herramienta enhiesta y palpitante.
—¿Con quién lo hiciste, picarón?
—Con una muchacha de catorce años. Nos la follamos mi
padre y yo.
—-¿Quién lo hizo primero? —quiso saber Cielo Riveros.
—Yo, y mi padre me pilló. De modo que quiso su parte y
me hizo sujetarla. Debería verle joder, ¡vive Cristo!
Pocos minutos después, Cielo Riveros estaba otra vez en camino y
llegó a casa sin que le sucedieran más aventuras.
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