Cuando, esa tarde, Cielo Riveros relató el resultado de su
entrevista con Mister Delmont, de los labios de sus dos
compinches brotó una grave risilla de satisfacción. Nada dijo,
en cambio, del joven aldeano que se había encontrado por el
camino. Consideraba del todo innecesario molestar al astuto
padre Ambrose o a su no menos sagaz pariente contando esa
parte de sus actos del día.
El plan estaba a todas luces a punto de hacerse realidad.
La semilla plantada con tanta discreción sin duda
fructificaría, y al pensar Ambrose en el delicioso placer que
con seguridad algún día experimentaría al hacer suya a la
joven y hermosa Julia Delmont, cobró ánimos y sus pasiones
saborearon de antemano las tiernas exquisiteces que habrían
de ser suyas, hasta que el resultado se hizo visible en la
enorme tensión de su miembro y la excitación que delataba
todo su comportamiento.
Mister Verbouc no quedó menos conmovido. Sensual en
grado sumo, se prometió un lascivo banquete con los
encantos recién descubiertos de la hija de su vecino, y la idea
del convite venidero actuó de igual modo sobre su
temperamento nervioso.
Aún había ciertos detalles por disponer. Era evidente que
el simple de Mister Delmont actuaría creyendo que eran
ciertas las declaraciones de Cielo Riveros con respecto a la voluntad
de su tío de vender su virginidad.
El padre Ambrose, cuyo conocimiento de Delmont le
había llevado a sugerir esa idea, sabía bien con quién se las
estaba viendo; de hecho, ¿quiénes, de entre aquellos que
tenían el privilegio de tenerlo como confesor, no desvelaban
su naturaleza más honda a su sacerdote en el sagrado
sacramento de la confesión?
El padre Ambrose era discreto, observaba fielmente el
silencio que imponía su religión, pero no tenía escrúpulos en
utilizar los conocimientos así adquiridos para sus propios
fines; y a estas alturas el lector sabe tan bien como yo cuáles
eran esos fines.
De esta guisa se organizó la trama. Cierto día —ya
decidirían cuál—, Cielo Riveros debía invitar a su amiga Julia a pasar
la jornada con ella en casa de su tío, y Mister Delmont, según
se estableció, recibiría instrucciones de ir a recogerla.
Después de que flirtearan un rato él y la inocente Cielo Riveros, una
vez explicado y previamente acordado todo, ella debía
retirarse, y con el pretexto de que era absolutamente
necesario tomar alguna clase de precaución para evitar el
menor escándalo, Cielo Riveros iba a serle presentada en una estancia
adecuada, recostada sobre un sofá, donde su hermoso cuerpo
y sus encantos quedarían a su disposición mientras su cabeza
permanecía oculta tras una cortina minuciosamente cerrada.
De este modo, Mister Delmont, ansioso por el tierno
encuentro, podría arrebatar la joya que codiciaba de su
hermosa víctima, sin que ella —que ignoraría quién podía ser
su asaltante— tuviera oportunidad de acusarle del atropello
ni se avergonzara en su presencia.
A Mister Delmont debía explicársele todo esto, y su
conformidad se tenía por cierta; sólo quedaba una salvedad.
Nadie debía decirle que Cielo Riveros sería sustituida por su propia
hija. Sólo lo sabría cuando todo hubiera acabado.
Mientras tanto, prepararían poco a poco y en secreto a
Julia para lo que iba a acontecer, sin mencionarle, como es
lógico, la catástrofe final ni quién iba a ser el auténtico
participante. Pero aquí el padre Ambrose estaba en su salsa, y
mediante indagaciones bien dirigidas y una gran abundancia
de explicaciones —innecesarias del todo en un confesonario
—, pronto puso a la joven al corriente de cosas con las que
hasta entonces ni siquiera había soñado, todas las cuales
Cielo Riveros se cuidó de explicar y confirmar.
Todas estas cuestiones habían quedado definitivamente
decididas en común, y la consideración del asunto había
producido de antemano un efecto tan violento en los dos
hombres que ahora estaban preparados para celebrar su
buena fortuna mediante la posesión de la joven y hermosa
Cielo Riveros con un ardor que nunca habían superado.
Mi damita, por su parte, estaba encantada de prestarse a
sus fantasías, y al tiempo que se sentaba o recostaba en el
mullido sofá con un miembro erguido en cada mano, sus
propias emociones crecieron proporcionalmente hasta
anhelar los vigorosos abrazos que, como bien sabía, iban a
venir a continuación.
El padre Ambrose, como siempre, fue el primero. La puso
boca abajo, le indicó que enseñara sus rollizas nalgas blancas
tanto como le fuera posible, y se detuvo un momento a
contemplar la deliciosa perspectiva y la delicada rajita, que
apenas se veía, un poco más adelante. Su arma, formidable y
bien provista de la esencia de la naturaleza, se irguió airada y
amenazó con entrar por cualquiera de las dos puertas en las
deliciosas tinieblas del amor.
Mister Verbouc, igual que en otras ocasiones, se dispuso a
presenciar el desproporcionado asalto con la intención
evidente de disfrutar después interpretando su papel
preferido.
El padre Ambrose contempló con lascivia los
promontorios blancos y torneados que tenía delante de sí. Las
tendencias clericales de su educación le excitaban a cometer
una infidelidad para con la diosa, pero la certeza de lo que su
amigo y patrón esperaba de él lo refrenó por el momento.
—Las demoras son peligrosas —dijo—, tengo las pelotas
harto llenas; esta querida niña debe recibir su contenido, y
usted, amigo mío, debe deleitarse con la abundante
lubricación de que le proveeré.
Ambrose, al menos en esta ocasión, no decía sino la
verdad. La enorme arma, coronada por la testa lisa, púrpura y
reluciente como una fruta madura, se le erguía rígida contra
el ombligo, y los inmensos testículos, duros y rotundos,
parecían sobrecargados con el venenoso licor que ansiaban
derramar. Cuando, a punto de reventar de lujuria, el sátiro se
aproximó a su presa, una gota espesa y opaca —un avant-
courrier del torrente que vendría después— apareció en el
contundente prepucio. Inclinando hacia abajo con
impaciencia el rígido astil, Ambrose metió el gran capullo
entre los labios de la tierna hendidura de Cielo Riveros, y toda
lubricada como estaba, comenzó a penetrarla.
—¡Oh, qué dura! ¡Qué grande es! —gritó Cielo Riveros—. Me hace
daño, va demasiado aprisa… ¡Ay, deténgase!
Para el caso, Cielo Riveros podría haber estado apelando al viento.
Una rápida sucesión de embates, unas pocas pausas a cada
tanto, más esfuerzos, y Cielo Riveros quedó empalada.
—¡Ah! —exclamó el profanador a la vez que se volvía
triunfante hacia su colega mientras sus ojos destellaban y su
lujuriosa boca salivaba debido al goce—. ¡Ah, esto es
delicioso, claro que sí! ¡Qué estrecho lo tiene!, y sin embargo
lo ha engullido todo. Estoy dentro hasta las pelotas.
Mister Verbouc lo comprobó minuciosamente. Ambrose
tenía razón. De sus genitales no quedaban a la vista más que
sus dos enormes pelotas, que, bien ceñidas, ejercían presión
entre las piernas de Cielo Riveros.
Mientras tanto, Cielo Riveros sentía muy adentro la pasión que
embargaba a su invasor. Percibió cómo el prepucio liberaba
el enorme bálano, y al instante, arrollada por sus emociones
más lujuriosas, con un leve grito, derramó en abundancia.
Mister Verbouc estaba encantado.
—¡Empuje! ¡Empuje! —dijo—. Ahora le encanta, désela
toda, ¡empuje!
Ambrose no necesitaba semejante incentivo: cogiendo a
Cielo Riveros por las caderas, se enterraba en ella a cada acometida.
El placer le llegó rápido; retiró su pene humeante, excepto el
capullo, y luego, dando una última arremetida, soltó un
gemido que venía de lo más hondo y emitió un perfecto
diluvio de flujo caliente en el delicado cuerpo de Cielo Riveros.
La muchacha notó la sustancia cálida y goteante que
ascendía briosa por su interior, y una vez más ofreció su
tributo. Los abundantes borbotones que ahora se derramaban
en sus entrañas desde las poderosas reservas del padre
Ambrose, cuyo singular don en este particular ya he
explicado, provocaron en Cielo Riveros intensísimas sensaciones, y
durante esta descarga experimentó un profundo placer.
Apenas se había retirado Ambrose cuando Mister Verbouc
tomó posesión de su sobrina e inició un lento y delicioso
disfrute de sus encantos más íntimos. Tras un intervalo de
veinte minutos enteros, durante los cuales el salaz tío se
deleitó a más no poder, culminó su placer con una copiosa
descarga que Cielo Riveros recibió con tales espasmos de goce que
sólo una mente del todo lasciva podría apreciar.
—Me pregunto… —dijo Mister Verbouc, tras recuperar el
aliento y refrescarse con un largo trago de buen vino—, me
pregunto cómo es que esta querida niña me inspira un
arrobamiento tan arrollador. En sus brazos me olvido de mí
mismo y de todo el mundo. La embriaguez del momento me
arrastra y disfruto de un éxtasis desconocido.
La observación, o reflexión, llámese como se prefiera, del
tío, iba, en cierta medida, dirigida al buen padre, y, sin duda,
en parte era el resultado de maniobras de espíritus que
habitaban en su interior y que involuntariamente afloraban y
tomaban la forma de palabras.
—Creo que yo le podría decir el motivo —dijo Ambrose
sentenciosamente—, sólo que quizás usted no seguiría mi
razonamiento.
—Explíquemelo, claro que sí —replicó Mister Verbouc—.
Soy todo oídos, y si algo me gustaría escuchar es su motivo.
—Mi motivo, o más bien debería decir mis motivos —
observó el padre Ambrose—, resultarán evidentes cuando
haya usted captado mi hipótesis. —Luego, cogiendo un
pellizco de rapé, una costumbre en la que el buen hombre
por lo general incurría antes de comunicar alguna reflexión
de peso, continuó—: El placer sensual debe ser siempre
proporcional a la adaptabilidad de las circunstancias que van
dirigidas a producirlo. Y ello resulta paradójico, pues cuanto
más avanzamos en la sensualidad, y más voluptuosos se
vuelven nuestros placeres, mayor necesidad hay de que estas
circunstancias estén reñidas. No me malinterprete; intentaré
expresarme con más claridad. ¿Por qué comete una violación
un hombre cuando está rodeado de hermosas mujeres
dispuestas a permitirle hacer uso de sus cuerpos?
Simplemente, porque no se contenta con estar de acuerdo con
la parte contraria de su disfrute, y precisamente en la
resistencia de ésta radica su placer. Sin duda hay casos en los
que un hombre de carácter brutal, en busca únicamente de su
propio desahogo sexual, si no le es posible encontrar un
objeto complaciente para su gratificación, fuerza a una
mujer, O a una niña, a voluntad, sin otro objeto que el
desahogo inmediato de los instintos que lo torturan; pero si
se buscan las actas de crímenes semejantes, se comprobará
que, en un número más elevado, obedecen a un propósito
deliberado, planificado y ejecutado aun cuando existen otros
medios de satisfacción evidentes e incluso legales. La
oposición al disfrute ansiado sirve para aguzar su apetito
lascivo, y la introducción del rasgo distintivo del crimen y la
violencia añade entusiasmo a la cuestión, que va
afianzándose con firmeza en la mente. Está mal, es
inaceptable, por tanto merece la pena buscarlo, se vuelve
delicioso. Una vez más, ¿cuál es el motivo de que un hombre
de constitución vigorosa y capaz de saciarse con una mujer
completamente desarrollada, prefiera a una jovencita
inmadura? Yo respondo: porque esa disparidad le
proporciona placer, gratifica la imaginación, y por tanto se
amolda con exactitud a las circunstancias de las que hablo.
En efecto, y sin lugar a dudas, es la imaginación la que
trabaja. La ley del contraste rige en esto tanto como en todo
lo demás. La mera distinción de los sexos no es en sí
suficiente para el hombre voluptuoso y cultivado; se
necesitan contrastes más acusados y peculiares para
perfeccionar la idea que ha concebido. Las variaciones son
infinitas, pero en todas ellas subyace la misma ley. Los altos
prefieren a las bajas, los de piel clara a las de piel morena, los
fuertes escogen a mujeres frágiles y tiernas, y estas mujeres
tienen preferencia por los compañeros vigorosos y robustos.
Los dardos de Cupido llevan incompatibilidades por punta y
las incongruencias más extremas por plumas; nadie, a
excepción de los animales inferiores, las propias bestias,
copula indiscriminadamente con el sexo opuesto, e incluso
éstas tienen preferencias y deseos tan irregulares como los de
la humanidad. ¿Quién no ha visto el comportamiento
antinatural de dos perros callejeros, o no se ha mofado de los
torpes esfuerzos de una vieja vaca que, mientras la conducen
al mercado con el resto del rebaño, desahoga sus instintos
sensuales montando sobre los lomos de su vecina más
próxima? Así respondo a su invitación, y le ofrezco mis
motivos de la preferencia que siente usted por su sobrina, por
la compañera de juegos dulce pero prohibida, cuyas
deliciosas extremidades manoseo ahora.
Al tiempo que el padre Ambrose concluía, miró un
instante a la hermosa joven, y su enorme arma se alzó hasta
alcanzar sus máximas dimensiones.
—Ven, fruta prohibida —dijo—, déjame que te coja como
tal, deja que disfrute de ti hasta quedar satisfecho. Eres mi
placer, mi éxtasis, mi goce delirante. Te cubriré de leche, te
poseeré a pesar de los dictados de la sociedad… Eres mía,
¡ven!
Cielo Riveros contempló el coloradote y enhiesto miembro del
confesor, percibió su mirada excitada clavada en su propio
cuerpo joven. Sabía su intención y se dispuso a complacerle.
El eclesiástico ya había entrado numerosas veces en sus
tiernas entrañas y endilgado su majestuoso pene cuan largo
era en sus partecillas sensibles. El dolor debido a la
penetración previa había dado paso ahora al placer, y la
carne joven y elástica se abrió para recibir la columna de
cartílago con la única incomodidad de que debía tener
cuidado al alojarla.
El buen hombre contempló durante un momento la
tentadora perspectiva que tenía ante sí y luego, avanzando,
dividió los labios rosados de la hendidura de Cielo Riveros e introdujo
la suave glándula de su enorme arma: al notarla, Cielo Riveros,
agitada, sintió que la recorría un estremecimiento de
emoción.
Ambrose siguió penetrando hasta que, tras unas cuantas
feroces arremetidas, se enterró en toda su longitud en su
estrecho cuerpecillo y ella lo recibió hasta las pelotas.
Luego se sucedieron los embates, las vigorosas
contorsiones por una parte y los sollozos espasmódicos y
gritos ahogados por la otra. Si los placeres del eclesiástico
eran intensos, los de su juvenil compañera de juegos eran
igualmente voluptuosos, y el rígido artefacto ya estaba bien
lubricado con la descarga de ésta cuando Ambrose, lanzando
una queja hondamente sentida, llegó una vez más a su
culmen y Cielo Riveros notó el torrente de derramaduras que le
quemaba violentamente en lo más vivo.
—¡Ah, cómo me han inundado ambos! —dijo Cielo Riveros, y
mientras hablaba vio que un charco le empapaba las piernas
y se derramaba entre sus muslos y sobre la funda del sofá.
Antes de que cualquiera de ellos pudiera responder al
comentario, se oyeron unos gritos en la apacible estancia que,
ahora ya más débiles, captaron de inmediato la atención de
los tres.
Y aquí debo poner al tanto a mi lector de uno o dos
pormenores que hasta el momento, en mi calidad de insecto,
no he creído necesario mencionar. El hecho es que las pulgas,
pese a ser sin duda una de las especies más ágiles, no
tenemos la capacidad de estar en todas partes al mismo
tiempo, aunque sin duda podemos compensar y de hecho
compensamos esta desventaja merced al ejercicio de una
agilidad rara vez igualada por otros miembros de la tribu de
los insectos.
Debería haber explicado, como cualquier narrador
humano, aunque, quizá, con menos circunloquios y más
veracidad, que la tía de Cielo Riveros, Mistress Verbouc, de la que se
hizo una muy breve presentación a mis lectores en el capítulo
inicial de mi historia, tenía sus aposentos en un ala de la
mansión donde pasaba buena parte del tiempo, al igual que
Mistress Delmont, entregada a ejercicios devotos, y, con una
feliz despreocupación por los asuntos mundanos, por lo
general dejaba el gobierno doméstico de la casa a su sobrina.
Mister Verbouc ya había alcanzado la etapa de la
indiferencia hacia los atractivos de su media naranja, y rara
vez visitaba los aposentos de ésta o interrumpía su reposo
con el propósito de ejercer sus derechos maritales.
Mistress Verbouc, no obstante, era todavía joven: apenas
habían pasado treinta y dos veranos sobre su piadosa y
devota persona. Era hermosa, y además había aportado a su
marido el beneficio adicional de una fortuna considerable.
La dama, a pesar de su beatería, a veces languidecía por
los consuelos más tangibles que constituían los abrazos de su
marido, y saboreaba con intenso deleite el ejercicio de los
derechos de éste en las visitas ocasionales que hacía a su
lecho.
En esta ocasión, Mistress Verbouc se había retirado a una
hora temprana, como hacía habitualmente, y para explicar lo
que sigue es necesaria la presente digresión. Mientras esta
afable dama, por tanto, está ocupada en esos asuntos de
tocador que ni siquiera las pulgas nos atrevemos a profanar,
hablemos de otro personaje no menos importante cuya
conducta también será necesario estudiar.
Resultó que al padre Clement, cuyas hazañas en las lides
de la diosa amorosa ya hemos tenido ocasión de describir, le
dolía en lo más hondo la retirada de la joven Cielo Riveros de la
Sociedad de la Sacristía y, al tanto de quién era y dónde se la
podía localizar, había rondado durante varios días la
residencia de Mister Verbouc con la idea de volver a poseer el
delicioso trofeo del que, como se recordará, el astuto
Ambrose había privado a sus cofrades.
Clement contaba en este intento con el apoyo del
superior, que también lamentaba amargamente su pérdida,
sin sospechar, empero, el papel que en ésta había
desempeñado el padre Ambrose.
Esa noche en concreto, Clement se había apostado cerca
de la casa, y al ver una oportunidad, se acercó para mirar por
una ventana que, estaba seguro, era la de la hermosa Cielo Riveros.
Desde luego, ¡qué vanos son los cálculos humanos!
Mientras el desamparado Clement, privado de sus goces,
vigilaba sin descanso una estancia, el objeto de sus deseos se
entregaba con avidez, en otra, a un salaz disfrute entre dos
vigorosos amantes.
Mientras tanto, la noche avanzaba, y Clement, al
encontrarlo todo tranquilo, se las ingenió para alzarse a la
altura de la ventana. En la habitación ardía una tenue luz
gracias a la cual el ansioso curé pudo vislumbrar a una dama
que reposaba a solas disfrutando plenamente de un profundo
sueño.
Sin atisbo de duda acerca de su capacidad para ganarse a
Cielo Riveros para su goce con sólo hacerse oír, y recordando el
éxtasis que había experimentado mientras disfrutaba de sus
encantos, el audaz sinvergiienza abrió la ventana y entró en
la alcoba. Del todo cubierto con el holgado hábito de monje y
oculto bajo su amplia capucha, se acercó furtivamente a la
cama mientras su gigantesco miembro, ya despierto a los
placeres que se prometía, se erguía feroz contra su hirsuta
barriga.
Mistress Verbouc se despertó, y sin dudar ni un instante
de que era su fiel esposo quien tan cálidamente se apretaba
contra ella, se volvió con cariño hacia el intruso, y, de buena
gana, abrió sus muslos complacientes y los ofreció a su
vigoroso ataque.
Clement, por su parte, igualmente seguro de que tenía a la
joven Cielo Riveros en sus brazos, quien, además, no rechazaba sus
caricias, llevó la situación al límite; al tiempo que se colocaba
con premura y pasión entre las piernas de la dama, puso su
enorme pene contra los labios de una hendidura bien
lubricada, y del todo consciente de las dificultades que
esperaba encontrar en una muchacha tan joven, se hincó
violentamente.
Un movimiento, otra arremetida descendente de su gran
trasero, un grito sofocado por parte de la dama, y lenta pero
segura la gigantesca masa de carne endurecida entró hasta
que estuvo alojada en su mayor parte. Entonces Mistress
Verbouc, al ser la primera vez que la penetraba Clement,
detectó la extraordinaria diferencia. Este pene tenía al menos
dos veces el tamaño del de su marido. Y a la duda le siguió la
certidumbre. Levantó la cabeza, y a la tenue luz de la
estancia, vio encima de ella, muy cerca del suyo, el excitado
semblante del feroz Clement.
De inmediato se produjo un forcejeo, una violenta
protesta y un vano intento de desasirse de su fornido
asaltante.
Podía hacer lo que quisiera, que Clement no pensaba
soltar su presa. No se detuvo, sino que, al contrario, sordo a
sus gritos, la ensartó hasta el fondo y luchó con precipitación
febril por culminar su horrible triunfo. Ciego de ira y lujuria,
se mostró indiferente al hecho de que se hubiera abierto la
puerta y a los golpes que le llovían sobre los cuartos traseros;
con los dientes apretados y el manso mugido de un toro,
alcanzó el clímax y derramó un torrente de semen en el
reacio útero de su víctima.
Entonces se dio cuenta de la situación, y temeroso de las
consecuencias de su detestable atropello, se incorporó a toda
prisa, retiró su arma espumante y salió de la cama por el lado
opuesto al de su asaltante. Esquivando como mejor podía los
tajos que Mister Verbouc daba al aire, y bien calada la
capucha de su hábito sobre el rostro para evitar que lo
reconocieran, se precipitó hacia la ventana por la que había
entrado; de un apresurado salto consiguió escapar en la
oscuridad, seguido por las imprecaciones del enfurecido
esposo.
Ya hemos consignado en un capítulo anterior que Mistress
Verbouc era una inválida —o más bien así se imaginaba ella
misma—, y para una persona de nervios delicados y
costumbres retiradas, mi lector puede imaginar por sí mismo
cuál había de ser el probable efecto de tan indecoroso
atropello. Las enormes proporciones del hombre, su fuerza,
su furia, casi la habían matado, y yacía inconsciente en el
lecho en que se había perpetrado su violación.
Cuando Mister Verbouc, que no estaba especialmente
dotado de coraje, vio que el asaltante de su mujer se alzaba
satisfecho de su tropelía, permitió a Clement retirarse en paz.
El padre Ambrose y Cielo Riveros, que habían seguido a una
distancia respetuosa al marido afrentado, presenciaron desde
la puerta entreabierta el desarrollo de la extraña refriega.
En cuanto se levantó el violador, Cielo Riveros y Ambrose lo
reconocieron al instante; de hecho, aquélla tenía, como ya
sabe el lector, buenas razones para recordar el enorme
colgajo que se balanceaba empapado entre sus piernas.
Los dos, a los que les unía un mismo interés por
mantenerse en silencio, cruzaron una mirada, lo suficiente
para decirse que debían ser discretos, y se retiraron antes de
que la mujer ultrajada, al hacer cualquier movimiento,
descubriera su proximidad.
Transcurrieron varios días antes de que la pobre Mistress
Verbouc se encontrara lo bastante recuperada como para
levantarse. La conmoción que habían sufrido sus nervios era
tremenda, y de no ser por el trato amable y conciliador de su
marido, no habría sido capaz de soportar la situación.
Mister Verbouc tenía sus razones para dejar pasar el
asunto, y no permitió que consideración alguna lo abrumara
más de lo conveniente.
El día después de la catástrofe que acabo de describir,
Mister Verbouc recibió una visita de su querido amigo y
vecino Mister Delmont, y tras permanecer reunidos, a solas
los dos, durante más de una hora, se despidieron con
radiantes sonrisas y derrochando cumplidos.
Uno había vendido a su sobrina y el otro creía haber
comprado una virginidad, esa preciada joya.
Cuando el tío de Cielo Riveros anunció, esa noche, que el trato se
había cerrado y el asunto había quedado debidamente
arreglado, hubo gran regocijo entre los conspiradores.
El padre Ambrose tomó posesión de inmediato de dicha
virginidad, e introduciendo en la muchacha su miembro cuan
largo era, procedió, según su explicación, a mantener caliente
el lugar, mientras Mister Verbouc, como siempre,
reservándose hasta que su cofrade hubiera acabado, atacó
después la misma fortaleza musgosa, como él mismo expresó
con guasa, sólo para lubricar y facilitar el paso a su nuevo
amigo.
A continuación ultimaron todos los detalles y el grupo se
separó, confiados en el éxito de su estratagema.
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