La muerte repentina es algo tan habitual —sobre todo
entre personas cuyo historial previo lleva a suponer la
existencia de algún deterioro orgánico— que la sorpresa cede
sin tardanza a las típicas expresiones de condolencia y éstas,
a su vez, a una resignación ante un desenlace que no tiene
nada de extraño.
La transición podría expresarse del siguiente modo:
«¿Quién iba a pensarlo?».
«¿Será posible?».
«Siempre había tenido mis sospechas».
«Pobre hombre».
«Esto no debería haber sorprendido a nadie».
Cuando el pobre Mister Delmont rindió tributo a la
naturaleza, como suele decirse, esta interesante fórmula se
desarrolló cumplidamente.
Quince días después de que el desafortunado caballero
hubiera abandonado esta vida, todos sus amigos estaban
convencidos de que hacía ya tiempo que habían detectado
síntomas que tarde o temprano resultan fatales; más bien se
jactaban de su sagacidad, aunque admitían con respeto lo
inescrutable de la providencia.
En cuanto a mí, iba de aquí para allá, como siempre, salvo
que, para variar, me pareció que las piernas de Julia tenían
un sabor más picante que las de Cielo Riveros y por tanto las
sangraba con regularidad para mis comidas matutinas y
vespertinas.
¿No era natural que Julia pasara buena parte del tiempo
con su querida amiga Cielo Riveros?, ¿y no era también verosímil que
el padre Ambrose y su amigo, el lascivo pariente de mi
querida Cielo Riveros, quisieran repetir sus experiencias con la dócil
jovencita?
Que así lo hacían, lo sabía yo perfectamente, pues mis
noches eran de lo más incómodas y desasosegadas, siempre
expuestas a la interrupción debido a las incursiones de
herramientas largas y peludas entre las gratas arboledas en
que me había instalado temporalmente, intrusos que
frecuentemente estaban a punto de ahogarme en un torrente
espeso y tremendamente glutinoso de semen animal.
En resumen, la joven e impresionable Julia quedó lisa y
llanamente deshecha, y Ambrose y su compinche disfrutaron
a más no poder con su absoluta posesión de ella.
Habían conseguido sus objetivos, ¿qué importancia tenía
el sacrificio para ellos?
Mientras tanto, otras ideas muy distintas ocupaban los
pensamientos de Cielo Riveros, a quien yo había abandonado. Pero, al
fin, empecé a acusar ciertas náuseas debido a un abandono
demasiado frecuente a mi nueva dieta, y tomé la decisión de
dejar las medias de la hermosa Julia y regresar —revenir d
mon mouton, podría decirse— a los tiernos y suculentos
pastos de la lasciva Cielo Riveros.
Así lo hice, y voici le resultat!
Cierta noche, Cielo Riveros se retiró a descansar más tarde de lo
habitual. El padre Ambrose se hallaba ausente, pues le habían
enviado con una misión a una lejana parroquia, y el estimado
e indulgente tío de Cielo Riveros yacía en cama aquejado de un fuerte
ataque de gota, enfermedad a la que últimamente era más
propenso.
La muchacha ya se había arreglado el cabello para
dormir. También se había quitado las prendas superiores y
estaba precisamente poniéndose la chemise de nuit por encima
de la cabeza; en ese instante, dejó caer sin querer las enaguas
y mostró ante el espejo sus hermosas proporciones y su piel
exquisitamente suave y transparente.
Tanta belleza habría encendido a un anacoreta, pero ¡ay!,
allí no había ningún asceta que ser excitado. En cuanto a mí,
sólo estuve a punto de romperme la antena más larga y de
torcerme la pata derecha mientras Cielo Riveros hacía girar en el aire
sobre su cabeza la cálida prenda.
No obstante, sí había alguien, alguien con quien Cielo Riveros no
contaba, pero que, huelga decir, no perdía detalle.
Y ahora debo explicar que desde que al astuto padre
Clement se le negaran los encantos de Cielo Riveros, había hecho el
detestable y muy impío juramento de reanudar su intento de
sorprender y capturar la hermosa fortaleza que en cierta
ocasión había tomado por asalto y profanado. El recuerdo de
su felicidad le llenó de lágrimas los sensuales ojillos y
transmitió compasivamente cierta tirantez al enorme
miembro.
De hecho, Clement tenía el temible propósito de follarse a
Cielo Riveros en un estado natural —en las llanas palabras de ésta—,
y yo, aunque pulga, oí y entendí su significado.
La noche era oscura; caía la lluvia. Ambrose estaba
ausente; Verbouc se encontraba enfermo y desvalido: Cielo Riveros
estaría sola. De todo esto estaba perfectamente al corriente
Clement, y se atrevió a intentarlo. Más ducho en la geografía
del vecindario gracias a su reciente experiencia, fue directo a
la ventana de la cámara de Cielo Riveros, y al encontrarla, tal y como
esperaba, con el cerrojo sin echar y abierta, entró con toda
tranquilidad y caminó a hurtadillas hasta detrás de la cama.
Desde esta posición, Clement observó con el corazón
palpitante la toilette de la hermosa Cielo Riveros hasta el momento en
que comenzó a ponerse el camisón, como ya he explicado.
Entonces Clement contempló a la muchacha desnuda, y bufó
para su coleto como un toro. Agachado como estaba, no tuvo
dificultad para ver todo su cuerpo de cintura para abajo, y
cuando ella le dio la espalda, los ojos del sacerdote lanzaron
un destello al ver los hermosos globos gemelos de su trasero
abrirse y cerrarse a medida que la airosa moza cimbreaba su
liviana figura mientras se pasaba el camisón por la cabeza.
Clement no pudo contenerse más; sus deseos alcanzaron el
punto de ebullición, y tras salir de su escondrijo de manera
discreta aunque veloz, se llegó hasta ella por detrás y sin
perder un instante asió su cuerpo desnudo en sus brazos,
colocando al hacerlo una de sus manos gordezuelas sobre su
boca rosada.
La primera reacción de Cielo Riveros fue gritar, pero ese femenino
recurso le fue negado. La siguiente fue desmayarse, y
probablemente lo habría hecho de no ser por cierta
circunstancia. Resulta que, mientras el audaz intruso la
mantenía firmemente apretada contra sí, cierto chisme duro,
largo y cálido, se adentró muy ostensiblemente entre sus
tiernas nalgas y se quedó palpitando allí donde éstas se
separaban. En ese momento crítico, los ojos de Cielo Riveros
contemplaron su propia imagen reflejada en el espejo que
tenía enfrente, y reconoció por encima del hombro el
semblante feo y apasionado, coronado por el greñudo círculo
de cabello rojo, del sensual sacerdote.
Cielo Riveros comprendió lo que ocurría en un abrir y cerrar de
ojos. No obstante, hacía ya casi una semana que no había
sido objeto de los abrazos de Ambrose o de su tío, y este
hecho sin duda tuvo algo que ver con la conclusión a la que
llegó en situación tan apurada. Lo que había estado a punto
de hacer en realidad, ahora la lujuriosa muchacha sólo lo
simulaba. Se dejó reclinar suavemente sobre la membruda
figura de Clement, y el dichoso varón, al creer que de verdad
se desmayaba, le quitó la mano de la boca de inmediato y la
sujetó en sus brazos.
La abandonada postura de tanta donosura excitó a
Clement casi hasta la demencia. Estaba prácticamente
desnuda, y el eclesiástico paseó sus manos sobre la fina piel.
Su inmensa arma, ya rígida y turgente de impaciencia,
palpitaba ahora con pasión mientras mantenía a la hermosa
joven en un firme abrazo.
Clement acercó tembloroso la cara de la muchacha a la
suya y le estampó un largo y voluptuoso beso en los dulces
labios.
Cielo Riveros se estremeció y abrió los ojos.
Clement reanudó sus caricias.
La jovencita suspiró.
—¡Oh! —exclamó en un susurro—, ¿cómo se atreve a
venir aquí? Le ruego que me deje al instante. ¡Qué
vergúenza!
Clement sonrió. Siempre había sido feo: ahora, con su
acusada lujuria, resultaba horrible.
—Razón no te falta —dijo él—, es una vergienza tratar
así a una muchacha bonita, pero también es una delicia,
querida mía.
Cielo Riveros sollozó.
Más besos, y un vagar de manos sobre la muchacha
desnuda. Una mano grande y grosera se posó sobre el suave
monte de Venus, y un dedo osado separó los labios cubiertos
de rocío, penetró la cálida hendidura y tocó el sensible
clítoris.
Cielo Riveros cerró los ojos y suspiró de nuevo. Ese pequeño
órgano tan sensible comenzó a crecer al instante. No era en
modo alguno diminuto en el caso de mi joven amiga, y
estimulado por el lascivo toqueteo del feo Clement, se alzó,
cobró rigidez y sobresalió hasta casi entreabrir los labios
espontáneamente.
Cielo Riveros estaba excitada, sus ojos brillaban de deseo; estaba
ya muy contagiada, y al mirar de soslayo a su seductor,
percibió la terrible lujuria enardecida que traslucía su rostro
a medida que jugueteaba con sus tiernos encantos secretos.
La muchacha tembló de agitación; la invadió por
completo una fervorosa ansia por entregarse a los placeres
del coito, e incapaz de controlar sus deseos por más tiempo,
introdujo precipitadamente la mano derecha detrás de sí y
agarró, aunque no pudo abarcar, la enorme arma que
arremetía contra su trasero.
Se cruzaron sus miradas: la lascivia ardía en ambas. Cielo Riveros
sonrió, Clement repitió su beso sensual e introdujo su lengua
perezosa en la boca de ella. La muchacha no tardó en
secundar sus lascivos abrazos y le dejó que actuara con plena
libertad, tanto en lo tocante a sus manos errantes como a sus
vigorosos besos. Poco a poco la fue empujando hacia una
butaca, y la joven, hundiéndose en ella, esperó con
impaciencia las siguientes proposiciones del sacerdote.
Clement estaba de pie delante de la muchacha. Su sotana
de seda negra, que le llegaba hasta los talones, estaba
abultada por delante; con sus mejillas, de un color rojo
subido debido a la violencia de sus deseos, sólo rivalizaban
sus labios, que humeaban cada vez que el hombre respiraba,
y lo hacía entrecortadamente con sólo pensar en lo que le
esperaba.
Vio que no tenía nada que temer y todo por disfrutar.
—Esto es excesivo —murmuró Cielo Riveros—. Váyase.
—No; es imposible. No sabe lo que me ha costado llegar
hasta aquí.
—Pero le pueden descubrir, y eso sería la ruina para mí.
—No es probable. Como bien sabes, estamos solos y no es
en absoluto probable que nos molesten. Además, eres tan
deliciosa, hija mía, tan tierna, tan joven y hermosa… Vamos,
no retires la pierna. Sólo estaba posando la mano en tu suave
muslo. De hecho, quiero follarte, querida.
Cielo Riveros vio a la enorme proyección dar un respingo.
—¡Qué asqueroso es usted! ¡Qué palabras utiliza!
—-¿Ah, sí, cariño mío, angelito? —dijo Clement, volviendo
a asir el sensible clítoris, que amasó entre el índice y el
pulgar—. Las provoca el placer de palpar este abultado coñito
que intenta maliciosamente eludir mis caricias.
—¡Qué poca vergienza! —exclamó Cielo Riveros, riendo a su
pesar.
Clement se acercó y se inclinó sobre Cielo Riveros al tiempo que
ella tomaba también asiento. Le tomó el hermoso rostro entre
sus gordas manos. Mientras lo hacía, Cielo Riveros notó que la sotana,
ya abultada debido a los fuertes deseos de los que se hacía
eco su porra, estaba a escasos centímetros de su seno.
Percibía las contracciones con que se alzaba y caía
gradualmente la prenda de seda negra. La tentación era
irresistible; metió su delicada manita bajo el hábito del
sacerdote, y levantándola lo suficiente, palpó una buena mata
de pelo que ocultaba dos pelotas del tamaño de huevos de
gallina.
—;¡Ay, Dios mío, qué enormes! —susurró la jovencita.
—Y están llenas de preciosa y espesa leche —dijo Clement
dando un suspiro y jugueteando con los dos hermosos pechos
que tan cerca tenía.
Cielo Riveros cambió de postura, y asió una vez más con ambas
manos el fuerte y erguido bulto de un gigantesco pene.
—¡Qué espantoso, vaya monstruo! —exclamó la impúdica
niña—. Es uno de los grandes, sin duda; ¡vaya tamaño tiene!
—Sí, menuda polla, ¿eh? —observó Clement, al tiempo
que daba un paso y se levantaba la sotana para dejar más a la
vista el gigantesco asunto.
Cielo Riveros no pudo resistirse; levantó un poco más la prenda
del varón, liberó su pene por completo y lo expuso en toda su
longitud.
A las pulgas no se nos da bien medir el tamaño ni las
distancias, y me abstengo de ofrecer ninguna dimensión
exacta del arma en la que la damita tenía ahora clavada la
vista. Diré, no obstante, que era de proporciones gigantescas.
Tenía un gran bálano liso y rojo, que se erguía brillante y
desnudo al cabo de un largo y ternilloso astil. El agujero de la
punta, por lo general tan pequeño, era en este caso una
hendidura considerable y estaba mojado a causa de la
humedad seminal que allí se acumulaba. A lo largo de todo el
astil se prolongaban abultadas venas azuladas, y en la base
había una enmarañada profusión de pelo rojo y cerdoso.
Debajo colgaban dos descomunales testículos.
—¡Cielo santo! ¡Ay, madre santa! —murmuró Cielo Riveros, a la
vez que cerraba los ojos y le daba un apretoncillo.
La testa ancha y roja, tirante y púrpura debido al
exquisito toqueteo de la muchacha, estaba ahora
completamente descapuchada y sobresalía erguida de entre
los holgados pliegues del prepucio, que Cielo Riveros retiraba hacia
abajo. Cielo Riveros jugueteó encantada con su adquisición y retiró
aún más el prepucio aterciopelado bajo su mano.
Clement suspiró.
—Oh, deliciosa niña —dijo, mirándola con ojos
centelleantes—, tengo que joderte de inmediato o lo
derramaré todo encima de ti.
—No, no debe malgastar nada —exclamó Cielo Riveros—; ¡qué
apremiado debe ir para querer correrse tan pronto!
—No lo puedo evitar. Te ruego que te quedes quieta un
momento o me correré,
—i¡Qué cosa tan grande! ¿Cuánta leche puede llegar a
echar usted?
Clement se detuvo y le susurró a la muchacha al oído algo
que no alcancé a oír.
—-Oh, qué delicia, ¡pero es increíble!
—No, es cierto, sólo hace falta que me des la oportunidad.
Venga, ansío que lo pruebes, hermosa. Mira esto. ¡Tengo que
follarte!
Meneó su monstruoso pene delante de ella. Luego,
doblándolo hacia abajo, lo soltó de pronto. Salió disparado
hacia arriba, y al hacerlo, el prepucio se retiró
espontáneamente y el gran capullo rojo asomó con la uretra
abierta, que exudaba una gota de semen.
Quedó a pocos centímetros por debajo de la cara de Cielo Riveros.
Ella percibió el tenue olor sensual que emanaba de él y que
incrementaba el desorden de sus sentidos. Continuó
toqueteándolo y jugueteando con él.
—Detente, te lo ruego, querida mía, o lo desperdiciarás.
Cielo Riveros permaneció quieta unos pocos segundos. Su cálida
mano trataba de abarcar la polla de Clement. Éste, mientras
tanto, disfrutaba masajeando sus jóvenes pechos y paseando
sus dedos arriba y abajo por el húmedo coño. El juego la
volvía loca. Tenía el clítoris cada vez más caliente e
hinchado; su respiración se tornó agitada y su hermoso rostro
estaba arrebolado de ansia.
El capullo se ponía cada vez más duro y brillaba como
una Ciruela madura. Cielo Riveros ardía de deseo; miraba
furtivamente la barriga desnuda y peluda del varón, sus
muslos musculosos, velludos como los de un mono. La
enorme polla, más hinchada a cada momento, amenazaba los
cielos y le provocaba emociones indescriptibles.
Excitada más allá de todo límite, abrazó con sus blancos
brazos la fornida figura del bruto eclesiástico y lo cubrió de
besos. Era precisamente su fealdad lo que acrecentaba sus
sensaciones libidinosas.
—No, no debe malgastarla, no le permitiré que lo haga —
dijo, y tras una breve pausa, articuló un peculiar gemido de
placer; después bajó su hermosa cabeza, abrió la boca rosada
y engulló al instante tanto como le cupo del lascivo bocado.
—¡Oh, qué delicia!… ¡Qué cosquillas me haces! ¡Qué…,
qué placer me das!
—No le dejaré que la malgaste. Me tragaré hasta la última
gota —susurró Cielo Riveros, levantando la boca un instante del
reluciente capullo.
Volvió a inclinar la cabeza, apretó sus labios oferentes
sobre la gruesa cresta, los entreabrió con suavidad y
delicadeza, y posó el orificio de la ancha uretra entre ellos.
—¡Ay, madre santa! —exclamó Clement—. ¡Esto es el
paraíso! ¡Cómo me voy a correr! ¡Dios bendito, cómo me
cosquilleas y me chupas!
Cielo Riveros aplicó la punta de su lengua al orificio y lamió todo
su contorno.
—¡Qué rico está! Ya ha dejado escapar una o dos gotas.
—No puedo continuar, sé que no puedo continuar —
murmuró el sacerdote, echándose hacia delante y
cosquilleando con el dedo al mismo tiempo el clítoris
hinchado que Cielo Riveros ponía a su alcance.
Ésta volvió a tomar la cabeza de la gruesa polla entre sus
labios, pero era tan monstruosamente gorda que no consiguió
que todo el capullo le entrara en la boca.
Cosquilleando y lamiendo, retirando con movimientos
lentos y deliciosos la piel que rodeaba la cresta roja y sensible
de su tremenda cosa, ahora Cielo Riveros a todas luces propiciaba el
resultado, que, bien sabía, no podía demorarse mucho.
—¡Ay, madre santa, estoy a punto de correrme! ¡Lo noto!
¡Yo…! ¡Oh!, ¡oh!, chupa. Ahí lo tienes.
Clement levantó el brazo en el aire, la cabeza le cayó
hacia atrás, se esparrancó, movió las manos convulsivamente,
se le pusieron los ojos en blanco y Cielo Riveros notó que un fuerte
espasmo recorría la monstruosa polla. Al instante siguiente,
casi la tumbó de espaldas una poderosa emisión de semen
que salió disparado de sus genitales en un chorro continuo y
le descendió en torrentes garganta abajo.
A pesar de toda su buena voluntad y sus esfuerzos, la
glotoncilla no pudo evitar que le corriera una chorretada por
las comisuras de los labios mientras Clement, fuera de sí,
seguía sufriendo repentinos espasmos, cada uno de los cuales
le enviaba un nuevo chorro de leche garganta abajo. Cielo Riveros
siguió todos sus movimientos y se aferró al arma humeante
hasta que todo hubo acabado.
—¿No me había dicho que una taza de té llena? —
murmuró ella—. Pues había dos.
—Mi vida… —exclamó Clement cuando al fin pudo
recobrar el aliento—. Qué divino placer me has
proporcionado. Ahora me toca a mí, y debes dejar que
examine todo lo que me encanta de esas partecillas tuyas.
—¡Ah, qué grato ha sido! ¡Casi me atraganto! —gritó
Cielo Riveros—. Qué viscoso, y, Dios bendito, vaya cantidad.
—SÍí, te prometí leche en abundancia, hermosa, y me has
excitado hasta tal punto que sé que debes de haber recibido
una buena dosis. Salía a chorros.
—Sí, sin duda así salía.
—Ahora voy a lamerte ese hermoso coño y a follarte
deliciosamente después.
Aunando acción y palabra, el sensual sacerdote se lanzó
entre los muslos de Cielo Riveros, blancos como la leche, y hundiendo
el rostro, sumergió la lengua entre los labios de la raja
rosada. Luego paseó la lengua en torno al clítoris endurecido
y la estimuló de manera tan exquisita que la muchacha
apenas podía reprimir sus gritos.
—¡Ay, Dios mío! ¡Me está usted matando!… ¡Oh! ¡Me
voy, me voy! ¡Me corro! —Y dando un repentino empujón
hacia la activa lengua del eclesiástico, Cielo Riveros emitió
abundantes flujos sobre el rostro de Clement y éste recibió
todo lo que pudo en su boca con el deleite de un epicúreo.
Al cabo, el sacerdote se incorporó; su gran arma, que
apenas estaba fláccida, había recobrado ahora su tensión viril
y mostraba una terrible erección. Clement lanzó un auténtico
bufido al contemplar a la hermosa y complaciente muchacha.
— Ahora tengo que joderte —dijo, al tiempo que la llevaba
hacia la cama—. Ahora debo poseerte y darte a probar esta
polla en tu vientrecillo. ¡Oh, vaya estropicio que voy a hacer!
Se despojó con premura de la sotana y las prendas
íntimas, instó a la dulce muchacha a que se quitara el
camisón y luego el gran bruto, cuyo cuerpo estaba todo
cubierto de vello y era moreno como el de un mulato, cogió
la figura de lirio de la hermosa Cielo Riveros en sus musculosos
brazos y la lanzó alegremente sobre la cama. Clement
contempló durante un instante su cuerpo tendido mientras
ella, palpitante, con una mezcla de deseo y terror, aguardaba
la terrible embestida; luego Clement se miró complacido el
tremendo pene, erecto de lujuria y subiendo
precipitadamente a la cama, se lanzó sobre ella y tapó a
ambos con la ropa de cama.
Cielo Riveros, medio sofocada bajo el enorme bruto peludo, notó
que la rígida polla se interponía entre sus estómagos. Deslizó
la mano hacia abajo y la tocó otra vez.
— ¡Cielo santo, vaya tamaño! No me entrará nunca.
—Sí, sí, te entrará toda, hasta las pelotas, sólo que debes
poner de tu parte; si no, es probable que te haga daño.
A Cielo Riveros le ahorraron la molestia de contestar, pues al
instante siguiente tenía en el interior de su boca una lengua
ansiosa que casi la ahogaba.
Luego se dio cuenta de que el sacerdote se había
incorporado un poco y que la cabeza caliente de su
gigantesca polla presionaba entre los labios humedecidos de
su rajita rosada.
Me es imposible detallar paso por paso estos preliminares.
Necesitaron diez minutos, pero al final el desgarbado
Clement yacía enterrado hasta las pelotas en el hermoso
cuerpo de la niña, mientras las tersas piernas de ésta, alzadas
por encima de la fornida espalda del sacerdote, recibían sus
voluptuosas caricias. Ensartado de esta guisa, se regodeaba
sobre su víctima y comenzó esos movimientos lujuriosos que
acabarían liberándolo de otra buena dosis del flujo hirviente.
Al menos veinticinco centímetros de rígido músculo
nervioso yacían empapados y palpitantes en el vientre de la
jovencita mientras una masa de basto pelo oprimía el
maltrecho y delicado monte de Venus de la pobre Cielo Riveros.
—¡Ay de mí! ¡Oh, qué daño me hace! —gimió ella—.
¡Dios mío, me va a partir en dos!
Clement se movió.
—No lo puedo soportar, es demasiado grande. ¡Ay,
sáquela! ¡Qué embates!
Clement arremetió sin piedad dos o tres veces.
—Espera un momento, diablillo, deja que te inunde con
mi leche… ¡Ah, qué estrecheces! Es como si me absorbieras la
polla. Ahí está, ¡la tienes toda!
—¡Oh, piedad!
Clement arremetía con fuerza y rapidez, un embate seguía
a otro, se retorcía y debatía sobre la tierna muchacha. Su
lujuria se tornó apasionada y furiosa. Su enorme pene estaba
a punto de reventar, tan intensos eran el placer y el deleite
hormigueante y enloquecedor que le embargaban.
—;¡Ah, por fin te estoy follando!
—Fólleme —murmuró Cielo Riveros, abriendo aún más sus
hermosas piernas a medida que las hondas sensaciones la
invadían—. ¡Ah, fólleme! ¡Fuerte, más fuerte! —Y con un
profundo gemido de éxtasis, inundó a su brutal profanador
con una copiosa descarga, al tiempo que empujaba hacia
arriba para recibir una tremenda acometida.
A Cielo Riveros le bailoteaban las piernas mientras Clement se
hincaba entre ellas y obligaba a su miembro candente a
entrar y salir con movimientos lascivos. Los tenues suspiros,
mezclados con los besos que le daban los firmes labios del
lujurioso intruso, los ocasionales gemidos de arrobo y las
vibraciones del armazón de la cama delataban la excitación
de la refriega.
Clement no necesitaba invitación alguna. La emisión de su
dulce compañera le había proporcionado el medio lubricante
que deseaba, y se aprovechó de él para dar comienzo a una
rápida serie de movimientos de entrada y salida que causaron
a Cielo Riveros tanto placer como dolor.
La muchacha lo secundó con todas sus fuerzas. Llena a
rebosar, empujaba y se estremecía bajo los vigorosos
empellones del sacerdote. El jadeo se convirtió en sollozos, se
le cerraron los ojos cuando le sobrevino el feroz placer de un
espasmo casi constante de emisión. Los glúteos de su feo
amante se abrían y cerraban a medida que intentaba horadar
más y más en el cuerpo de la hermosa muchacha.
Tras un largo rato, hizo una breve pausa.
—Ya no me puedo aguantar, voy a correrme. Toma mi
leche, Cielo Riveros, te llegará a riadas, hermosa.
Cielo Riveros lo sabía: cada una de las venas de la monstruosa
polla estaba hinchada a más no poder. Era insoportablemente
grande. No se parecía sino al gigantesco miembro de un asno.
Clement empezó a moverse de nuevo; le caía saliva de la
boca. Llena de placer, Cielo Riveros aguardaba el diluvio de semen.
Clement propinó un par de acometidas cortas y profundas,
gimió y se quedó quieto, temblando levemente todo él.
Entonces un tremendo chorro de semen salió de su polla e
inundó el útero de la jovencita. El salvaje eclesiástico hundió
la cabeza en las almohadas y tomó impulso para penetrarla
más apoyando los pies en el armazón de la cama.
—;¡Oh, ya noto la leche! —gritó Cielo Riveros—. ¡Qué chorretadas!
¡Sí, démela! ¡Madre santa! ¡Qué placer!
—¡Ahí, ahí! ¡Toma! —gritó el sacerdote, al tiempo que
una vez más, al entrar en ella el primer borbotón de semen,
se hincaba con ferocidad en su vientre, enviando con cada
embate otro tibio chorro hacia sus entrañas—. ¡Oh, qué
placer!
Fueran cuales fueren las expectativas de Cielo Riveros, no había
tenido ni idea de la inmensa cantidad de semen que era capaz
de descargar este robusto varón. La lanzaba en espesas masas
y se desparramaba por el mismísimo útero de la joven.
—-Oh, me corro otra vez —dijo Cielo Riveros, y se hundió, medio
desmayada, bajo el fuerte varón, mientras el flujo candente
seguía saliendo de él en viscosos chorros.
Esa noche Cielo Riveros recibió cinco veces más el glutinoso
contenido de las grandes pelotas de Clement, y si la luz del
día no les hubiera prevenido de que era hora de separarse,
habrían comenzado de nuevo.
Cuando el astuto Clement salió de la casa, y, al clarear el
alba, se dirigió a toda prisa a sus humildes aposentos, se vio
obligado a admitir que se había dado un hartazgo de placer a
pesar de que era Cielo Riveros quien había quedado con la barriga
llena de leche. En cuanto a la damita, tuvo la suerte de que
sus dos protectores no habían podido verla; de otro modo,
debido a lo doloridas e hinchadas que tenía sus tiernas
partes, hubieran averiguado que algún intruso había hecho
una incursión en su coto vedado.
Las jóvenes son muy elásticas; todo el mundo lo dice.
Cielo Riveros era joven y muy elástica. Cualquiera que hubiese visto
la inmensa máquina de Clement lo hubiera dicho. Su
elasticidad natural le permitió no sólo soportar la
introducción de este ariete sino también recuperarse por
completo en un par de días.
Tres días después de que tuviera lugar este interesante
episodio, regresó el padre Ambrose. Una de sus primeras
preocupaciones fue dar con Cielo Riveros. La encontró y la invitó a
seguirle a un tocador.
—¡Mira! —gritó a la vez que sacaba su herramienta
inflamada y en posición de firmes—. No he tenido diversión
alguna durante una semana; tengo la polla que revienta,
Cielo Riveros, querida.
Dos minutos después, la joven tenía la cabeza reclinada
sobre la mesa de la estancia, las ropas levantadas por encima
de la cabeza y los abultados cuartos traseros totalmente al
descubierto mientras el salaz sacerdote contemplaba sus
rellenitas nalgas y les daba vigorosos cachetes con su largo
miembro. Un minuto más y le había endilgado el instrumento
en el coño desde detrás hasta que su pelo crespo y moreno se
pegaba al trasero de ella. Apenas unos cuantos embates le
sacaron un borbotón de leche, y envió un diluvio hasta lo
más profundo de la joven.
Debido a la larga abstinencia, el buen padre estaba
demasiado excitado para perder la rigidez, y bajando su
fornida herramienta, la dirigió, toda lubricada y humeante,
hacia el estrecho ojete que había entre las deliciosas nalgas.
Cielo Riveros le ayudó, y bien embadurnado como estaba, se deslizó
hasta entrar y soltó otra tremenda dosis de sus fecundos
testículos. Cielo Riveros sintió la ferviente descarga y recibió la leche
caliente a medida que él la descargaba en sus entrañas. Luego
le dio la vuelta sobre la mesa y le lamió el clítoris durante un
cuarto de hora, haciéndole descargar dos veces en su boca, al
cabo de lo cual la empleó de la manera más natural.
Cielo Riveros se fue luego a sus aposentos y se limpió, y, tras un
breve descanso, se puso su vestido de paseo y salió.
Esa tarde se tuvieron noticias de que Mister Verbouc
estaba peor, el ataque de gota había alcanzado zonas que
causaron honda preocupación al médico que le asistía. Cielo Riveros
le deseó las buenas noches a su tío y se retiró.
Julia se había instalado en la habitación de Cielo Riveros para
pasar la noche y las dos jóvenes amigas, a estas alturas bien
instruidas en lo tocante a la naturaleza y propiedades del
sexo masculino, yacían compartiendo ideas y experiencias.
—Creí que me mataban —dijo Julia— cuando el padre
Ambrose metió aquella cosa tan gorda y fea en mi pobre
vientrecillo, y cuando acabó, creí que le había dado un
ataque, y no entendí qué podía ser esa sustancia cálida y
viscosa que no dejaba de verter en mi interior pero ¡ay!…
—Entonces, querida, comenzaste a notar la fricción sobre
esa cosita tuya tan sensible y la leche caliente del padre
Ambrose se derramó sobre ella.
—Sí, eso ocurrió. Y cada vez que lo hace, me quedo
embadurnada.
—Calla. ¿Qué ha sido eso?
Las dos se incorporaron y aguzaron el oído. Cielo Riveros, más
acostumbrada a las peculiaridades de su habitación de lo que
podía estar Julia, prestó atención a la ventana. Oyó cómo la
contraventana se abría poco a poco, y luego divisó la cabeza
de un hombre.
Julia vio la aparición, y estaba a punto de gritar cuando
Cielo Riveros le hizo señas de que se mantuviera en silencio.
—Calla. No te asustes —susurró Cielo Riveros—, no nos va a
comer, sólo que es de muy mala educación por su parte
molestarnos de esta manera tan cruel.
—¿Qué quiere? —preguntó Julia, que medio ocultó la
cabeza bajo las ropas de cama pero sin dejar de mirar con
vivo interés al intruso.
El hombre se disponía a entrar, y tras abrir lo suficiente la
ventana, introdujo su voluminosa figura a través de la
abertura. Cuando pisó el suelo, reveló la forma abultada y los
feos y sensuales rasgos del padre Clement.
— ¡Madre santa, un sacerdote! —exclamó la joven amiga
de Cielo Riveros—, y además bien gordo. ¡Ay, Cielo Riveros!, ¿qué quiere?
—Pronto veremos lo que se le ofrece —susurró la otra.
Mientras tanto, Clement se había acercado a la cama.
—¿Cómo? ¿Es posible? ¡Doble convite! —exclamó—.
Encantadora Cielo Riveros, se trata sin duda de un placer inesperado.
—Haga el favor, padre Clement.
Julia había desaparecido bajo la ropa de cama.
En dos minutos, el sacerdote se había despojado de su
hábito y sin esperar siquiera a que le invitaran, se lanzó al
lecho.
— ¡Ay de mí! —gritó Julia—. ¡Me está tocando!
—Va a tocarnos a las dos, de eso puedes estar segura —
murmuró Cielo Riveros al notar que la enorme arma de Clement se
apretaba contra su espalda—. Debería darle vergienza entrar
aquí sin permiso.
—¿Quieres que me vaya, hermosura? —preguntó el
sacerdote al tiempo que le ponía a Cielo Riveros en la mano la
enhiesta herramienta.
—Ahora que ya está aquí, puede quedarse.
—Gracias —susurró Clement, que acto seguido alzó una
de las piernas de Cielo Riveros y le insertó el gran bálano desde atrás.
Cielo Riveros notó el embate y asió a Julia mecánicamente por las
ijadas.
Clement arremetió una vez más, pero Cielo Riveros, dando un
repentino salto, lo rechazó. Entonces se levantó, retiró la ropa
de cama y dejó al descubierto el cuerpo velludo del sacerdote
y la etérea figura de su compañera.
Julia se volvió instintivamente, y allí mismo, delante de
sus narices, estaba el rígido y erguido pene del buen padre,
con aspecto de estar a punto de reventar debido a la lujuriosa
proximidad a la que se encontraba su dueño.
—Tócalo —susurró Cielo Riveros.
Sin inmutarse, Julia lo asió con su manita blanca.
—¡Cómo palpita! Vaya por Dios, ¡es cada vez mayor!
—Mueve ahora tu mano hacia abajo —murmuró Clement
—; así, ¡oh, qué maravilla!
Ambas muchachas salieron de la cama de un brinco, y
ansiosas de diversión, comenzaron a acariciar y a friccionar
el enorme pene del sacerdote, hasta que, con los ojos en
blanco, fue incapaz de retener un leve derramamiento
convulsivo.
—¡Esto es el cielo! —dijo el padre Clement al tiempo que
movía los dedos de modo que era evidente que estaba a
punto de culminar su placer.
Detente ahora mismo, querida, o si no se correrá —
señaló Cielo Riveros, adoptando un aire experimentado al que, sin
duda, consideraba que le daba cierto derecho su previa
familiaridad con el monstruo.
Sin embargo, el propio padre Clement no estaba de humor
para desperdiciar su tiro cuando tenía listos para practicar su
puntería dos objetivos tan hermosos. Durante los toqueteos a
que habían sometido las muchachas a su polla, se había
mantenido impasible, pero ahora, atrayendo a la joven Julia
hacia él, le levantó deliberadamente el camisón y dejó a la
vista todos sus encantos secretos. Sus impacientes manos
acariciaron y amasaron sus hermosos muslos y nalgas, y abrió
con los pulgares su hendidura rosada; metió su lujuriosa
lengua entre ellos y robó excitantes besos de su mismísimo
útero.
Julia no podía permanecer insensible ante semejantes
toqueteos, y cuando al fin, trémulo de deseo y enardecido de
lujuria, el osado sacerdote la tumbó sobre la cama, ella
separó sus jóvenes muslos y le permitió contemplar el
revestimiento carmesí de su estrecha raja.
Clement se puso entre sus piernas, y tras levantarlas en el
aire, le tocó con la gran cresta de su miembro los labios
humedecidos. Cielo Riveros le ayudó, y tomando el inmenso pene en
su hermosa mano, le apartó el prepucio y dirigió la punta
limpiamente hacia el orificio.
Julia aguantó la respiración y se mordió el labio. Clement
le propinó una fuerte arremetida. Julia, valiente como una
leona, aguantó firme. Entró el bálano, más arremetidas, más
presiones, y en menos de lo que se tarda en escribirlo, Julia
había engullido el enorme miembro del sacerdote.
Una vez en plena posesión del cuerpo de la joven,
Clement dio comienzo a una serie de profundas acometidas, y
Julia, a quien le invadían sensaciones indescriptibles, echó la
cabeza atrás y se cubrió el rostro con una mano mientras con
la otra asía la muñeca de Cielo Riveros.
—-Oh, es enorme; ¡pero qué placer me da!
—i¡Lo ha recibido todo! ¡Está dentro hasta las pelotas! —
exclamó Cielo Riveros.
—¡Ah, qué delicia!… ¡Va a hacer que me corra! No puedo
evitarlo. Su vientrecillo es como el terciopelo. ¡Ahí, toma
eso!… —dijo mientras arremetía con desespero.
—¡Ah! —exclamó Julia.
En breve, el salaz gigante concibió la fantasía de satisfacer
otra lasciva idea, y tras retirar con cuidado el miembro
humeante de las estrechas partes de la pequeña Julia, se
metió entre las piernas de Cielo Riveros y lo alojó en su deliciosa
hendidura. El enorme chisme palpitante entró en el joven
coño mientras su dueño babeaba debido al éxtasis que le
estaba proporcionando el ejercicio.
Julia observaba con asombro la aparente facilidad con
que el padre embutía su enorme polla en el níveo cuerpo de
su amiga.
Un cuarto de hora permanecieron en esta posición, y
durante ese tiempo Cielo Riveros abrazó en dos ocasiones al padre
contra su pecho para emitir su cálido tributo sobre la testa de
la enorme verga. Clement se retiró una vez más y buscó
aliviarse en el delicado cuerpo de la pequeña Julia de la leche
caliente que lo consumía.
Tomó a la damita en sus brazos, se lanzó una vez más
sobre ella, y sin mucha dificultad, presionando la polla
candente contra el tierno coño, se dispuso a inundarle el
interior con su desenfrenada descarga.
Tuvo lugar a continuación una furiosa lluvia de profundas
y breves arremetidas, al final de la cual Clement, soltando un
profundo sollozo, se hincó hasta el fondo en la delicada
muchacha y comenzó a derramar un perfecto diluvio de
semen en su interior. Salían de él un chorro tras otro,
mientras con los ojos en blanco y las manos trémulas, el
éxtasis se apoderaba de él. A Julia se le caldearon los sentidos
a más no poder, y se sumó a su profanador en el paroxismo
final con un grado de feroz arrobamiento que ninguna pulga
sería capaz de describir.
Las orgías de aquella noche lasciva están más allá de mis
dotes de descripción. En cuanto Clement se hubo recuperado
de su primera libación, anunció en el lenguaje más grosero su
intención de disfrutar de Cielo Riveros, y de inmediato la atacó con
su formidable miembro.
Durante un cuarto de hora permaneció enterrado en ella
hasta los pelos, prolongando su goce hasta que la naturaleza
se abrió paso una vez más y Cielo Riveros recibió su descarga en el
útero.
Clement sacó un pañuelo de batista con el que enjugó los
coños rebosantes de las dos bellezas. Las dos muchachas
tomaron ahora su miembro en las manos, y con tiernos y
lascivos toqueteos excitaron de tal modo el cálido
temperamento del sacerdote que volvió a erguirse con una
fuerza y virilidad imposibles de describir. Su enorme pene,
enrojecido y más hinchado debido a su ejercicio previo,
amenazaba a la pareja mientras lo sobaban primero en una
dirección y después en la otra. A veces, Cielo Riveros le succionaba el
caliente bálano y le cosquilleaba la uretra abierta con la
punta de su lengua.
Se trataba a todas luces de una de las formas de disfrute
preferidas de Clement, que introdujo la gran ciruela hasta
donde pudo en la boca de la muchacha.
Luego, desnudas como habían venido al mundo, les dio la
vuelta una y otra vez, pegando sucesivamente los gruesos
labios a sus coños embadurnados. Propinó palmadas y
masajeó sus torneadas nalgas, e incluso les metió el dedo por
el ano.
Clement y Cielo Riveros convencieron después a Julia para que
permitiera al sacerdote insertarle el pene en la boca, y tras
dedicar un rato considerable a cosquillear y excitar a la
monstruosa polla, ésta lanzó tal torrente por la garganta y el
gaznate de la muchacha que estuvo a punto de ahogarla.
Sobrevino una breve pausa, y una vez más el inusitado
disfrute de dos jovencitas tan delicadas y tentadoras excitó a
Clement hasta que su miembro alcanzó todo su vigor.
Las colocó una al lado de otra y fue introduciendo su
miembro alternativamente en cada una de ellas, retirándose
tras unas cuantas feroces acometidas y entrando en la que
estaba desocupada. Acto seguido, se tumbó boca arriba y
atrayendo a las muchachas hacia sí, le lamió el coño a una
mientras la otra se empalaba en su enorme polla hasta que
sus vellos se encontraron. Una y otra vez descargó en el
interior de ambas su fecunda esencia.
Sólo el alba puso fin a esta monstruosa escena de
libertinaje.
Mientras en esa ala de la mansión se sucedían escenas de
esta índole, otra muy distinta tenía lugar en la cámara de
Mister Verbouc, y cuando, tres días después, Ambrose regresó
tras otra ausencia, se encontró a su amigo y protector al
borde de la muerte.
Unas cuantas horas bastaron para poner fin a la vida y las
experiencias de este excéntrico caballero.
Tras su fallecimiento, su viuda, que nunca había tenido
muchas luces, empezó a presentar síntomas de demencia;
llamaba constantemente al «sacerdote», y cuando en cierta
ocasión se requirió urgentemente la presencia de un anciano
y respetable padre, la buena señora negó indignada que
pudiera ser un eclesiástico, y exigió ver «al de la herramienta
grande». Al escandalizar a todo el mundo con su lenguaje y
comportamiento, fue ingresada en un asilo y allí continuó
con sus desvaríos acerca de «la gran polla».
Cielo Riveros, que de este modo se había quedado sin tutores,
prestó oídos de buena gana a los consejos de su confesor, y
consintió en tomar el hábito.
Julia, también huérfana, decidió compartir la suerte de su
amiga, y al dar su madre consentimiento de buena gana, las
dos damitas fueron recibidas en los brazos de la santa madre
Iglesia el mismo día, y cuando hubieron pasado el noviciado,
ambas hicieron los votos y tomaron el hábito.
No es cosa mía, en cuanto que humilde pulga, comentar
hasta qué punto eran sinceros esos votos de castidad. Sólo sé
que una vez hubo acabado la ceremonia, ambas jóvenes
fueron transferidas en secreto a un seminario donde las
esperaban catorce sacerdotes.
Sin dar apenas tiempo a las nuevas devotas para
despojarse de sus hábitos, los tunantes, enardecidos ante la
perspectiva de disfrutar placer tan abundante, se lanzaron
sobre ellas, y uno por uno satisficieron su diabólica lujuria.
Cielo Riveros recibió más de veinte fervorosas descargas de toda
guisa imaginable; y Julia, asaltada con no menos vigor, se
desmayó al cabo debido al agotamiento provocado por el
brutal trato de que fue objeto.
La cámara estaba bien cerrada, no había de temerse
interrupción ninguna, y la sensual cofradía, reunida para
rendir honores a las hermanas recientemente admitidas, gozó
de los encantos de éstas a más no poder.
Ambrose estaba allí, pues hacía ya tiempo que había visto
la imposibilidad de intentar quedarse a Cielo Riveros para sí, y, lo
que es más, temía la animosidad de sus cofrades.
Clement formaba parte del grupo, y su enorme miembro
causó estragos en los tiernos encantos que atacó.
El superior también tuvo oportunidad de satisfacer sus
perversas inclinaciones; y ni siquiera la delicada y recién
desflorada Julia escapó a la rigurosa prueba de su asalto. La
joven hubo de resignarse, y el superior, con indescriptibles y
horribles emociones de placer, derramó su viscoso semen en
las entrañas de ésta.
Los gritos de quienes eyaculaban, la respiración agitada
de quienes se afanaban en la sensual refriega, los meneos y
chirridos del mobiliario y los comentarios —medio
proferidos, medio sofocados— de los que observaban, todo
ello tendía a magnificar lo monstruosamente libidinoso de la
escena y a intensificar y tornar aún más repugnantes los
detalles de este pandemónium eclesiástico.
Agobiada por estas ideas y asqueada hasta no poder más
por la orgía, huí. No me detuve hasta que me hube alejado
varios kilómetros de los intérpretes del odioso drama, y desde
entonces no me he preocupado por reanudar mi trato con
Cielo Riveros ni con Julia.
Sé que se convirtieron en el instrumento habitual de goce
para los internos del seminario. Sin duda la vigorosa y
constante excitación sensual de que fueron objeto tendió muy
pronto a ajar los deliciosos y tiernos encantos que tanto me
habían encandilado. Que sea lo que Dios quiera; ya he
llevado a cabo mi tarea, he cumplido mi promesa, mi relato
ha quedado terminado, y aunque no entra dentro de las
facultades de una pulga indicar una moraleja, al menos no
está fuera de su capacidad escoger sus propios pastos. Tras
haber visto más que suficiente de esos sobre quienes he
hablado, hice lo que están haciendo muchos —muchos que,
sin ser pulgas, se dedican, no obstante, como ya recordé a mis
lectores al comienzo de la narración, a chupar sangre—:
emigré.
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