El Diario De Una Pulga X

Julia es drogada y violada por su propio padre, mientras que Cielo Riveros y el Padre Ambrose observan con placer morboso.

Desde su encuentro en la verde senda con el aldeano cuya
simplicidad tanto la había interesado, Cielo Riveros había meditado
sobre las expresiones utilizadas por éste y sobre la
extraordinaria revelación de la complicidad de su padre en
sus aventuras. Estaba claro que su mente era de una simpleza
rayana en la idiotez, y a juzgar por su afirmación de que su
padre no era tan inteligente como él, dio por sentado que la
enfermedad era congénita, y se preguntó si de veras los
órganos de generación del padre poseían proporciones
iguales o —como había declarado el chico— incluso mayores.

Yo veía claramente, pues Cielo Riveros pensaba a veces en voz
alta, que la joven no tenía en mucho la opinión de su tío, ni
temía ya al padre Ambrose. Sin duda estaba resuelta a seguir
su propio camino, fuera cual fuere, y por consiguiente no me
asombré en absoluto cuando al día siguiente, más o menos a
la misma hora, me la encontré dirigiendo sus pasos hacia los
prados.

En un campo muy cerca de donde había presenciado el
encuentro sexual entre el caballo y su compañera, Cielo Riveros
descubrió al mozo ocupado en alguna sencilla labor agrícola,
y junto a él vio a otra persona, un hombre alto y
notablemente moreno de unos cuarenta y cinco años de edad.

No bien los divisó, el mozo reparó a su vez en la damita, y
corriendo hacia ella, tras dar al parecer una breve explicación
a su compañero, demostró su dicha con una amplia sonrisa.

—Ése es mi padre —dijo al tiempo que señalaba por
encima del hombro—, venga usted y dele un meneo.

—¡Qué poca vergúenza, granujilla! —exclamó Cielo Riveros,
mucho más inclinada a la risa que al enfado—. ¿Cómo te
atreves a usar semejante lenguaje?

—¿Para qué ha venido entonces? —preguntó el chico—.

¿No ha venido para follar?

Habían llegado a donde estaba el hombre, que hincó la
pala en la tierra y empezó a sonreír a la muchacha de un
modo muy similar a su hijo.

Era fuerte y de buena constitución, y por su modo de
comportarse, Cielo Riveros vio que el chico le había puesto al
corriente de los detalles de su primer encuentro.

—Mire a mi padre, ¿no le parece un cachondo? —
comentó el joven—. ¡Ah, debería verle joder!

No intentaba disimular; a todas luces, los dos se entendían
bien y sonrieron más que nunca. El padre pareció tomarse lo
que había dicho su hijo como un gran cumplido, pero clavó
la mirada en la delicada damita —pues seguramente no había
visto antes a ninguna como ella—, y fue imposible
malinterpretar el ansia sensual que traslucían sus grandes
ojos negros.

Cielo Riveros empezó a desear no haber ido.

—Me gustaría mostrarle el gran chisme de mi padre —
dijo el mozo, y aunando la acción a la palabra, comenzó a
desabrochar los pantalones de su respetable progenitor.

Cielo Riveros se tapó los ojos e hizo amago de retirarse. Al
instante, el hijo se colocó detrás de ella. De este modo, le
impidió que escapara corriendo hacia la vereda.

—Me gustaría follármela —exclamó el padre con voz
ronca—. A Tim también le gustaría follársela, de modo que
no debe irse todavía. ¡Quédese y déjese joder!

Cielo Riveros estaba asustada de veras.

—No puedo —dijo—. Dejadme marchar. No me retengáis
de este modo. No me obliguéis a nada. Dejadme marchar…
¿Adónde me lleváis?

Había un pequeño cobertizo en un extremo del campo, y
ahora estaban ya en la puerta. Al instante, la pareja la había
metido dentro, había cerrado la puerta y cruzado una larga
tranca de madera tras ellos.

Cielo Riveros miró a su alrededor y vio que el lugar estaba limpio
y cubierto de haces de heno. Toda resistencia era inútil. Lo
mejor sería que se estuviera quieta; después de todo, tal vez
la extraña pareja no le hiciera daño. Reparó, no obstante, en

que los pantalones de ambos estaban abultados por delante y
no dudó de que sus intenciones fueran acordes con su
excitación.

—Quiero que vea la polla de mi padre, ¡vive Cristo!,
debería verle también los cojones.

Una vez más, el mozo empezó a desabrochar los calzones
de su padre. Abrió la portañuela y se vieron los faldones de la
camisa, con algo debajo que los hizo formar un curioso bulto.

—Eh, quédese quieto, padre —susurró el hijo—, deje que
la dama le vea el chisme.

Dicho esto levantó la camisa y dejó al descubierto ante
Cielo Riveros un miembro ferozmente erecto, con un ancho capullo
parecido a una ciruela, muy rojo y grueso, aunque no de
insólita longitud. Tenía una considerable curvatura hacia
arriba, y el bálano, que estaba dividido en dos por la tirantez
del frenillo, se curvaba aún más hacia su peludo estómago. El
astil era inmensamente grueso, más bien plano, y estaba muy
hinchado.

Al mirarlo, la muchacha notó que la sangre le
hormigueaba. El capullo era del tamaño de un huevo, rollizo
y bastante púrpura. Emitía un intenso olor. El mozo la hizo
acercarse y posar su blanca y elegante mano sobre ella.

—¿No le dije que era mayor que el mío? —continuó el
chico—. Mire, el mío no es ni la mitad de gordo que el de mi
padre.

Cielo Riveros se volvió. El chico se había abierto los pantalones y
tenía a la vista su formidable pene. Estaba en lo cierto: en lo
que hacía al tamaño, no se podía comparar con el de su
padre.

El mayor de los dos la cogió por la cintura. Tim también
probó a cogerla y a meterle la mano por debajo de la ropa.
Entre los dos la zarandearon de aquí para allá. Un repentino
empujón la mandó contra el heno. Después le levantaron las
faldas. El vestido de Cielo Riveros era liviano y amplio; no llevaba
bragas. En cuanto los dos echaron el ojo a sus piernas blancas
y rollizas, volvieron a bufar y se lanzaron sobre ella al
unísono. A continuación se produjo un forcejeo entre los dos.
El padre, mucho más pesado y fuerte que el hijo, ganó. Tenía

los calzones por los tobillos; su polla grande y gorda
sobresalía y oscilaba a escasos centímetros del ombligo de la
joven. Cielo Riveros se abrió de piernas; ansiaba probarla. Acercó la
mano. Estaba caliente como el fuego y dura como una barra
de hierro. El hombre, creyendo que tenía otras intenciones, le
retiró el brazo bruscamente, y sirviéndose sin miramientos,
puso la punta del pene contra los labios rosados. Cielo Riveros abrió
sus tiernas partes tanto como le fue posible, y con varios
enérgicos empellones él consiguió ensartársela hasta la mitad.
Entonces le pudo la excitación. Descargo violentamente,
hincándose hasta el fondo mientras lo hacía; un torrente de
flujo muy viscoso entró a chorros en ella, y al tiempo que el
grueso capullo se alojaba en su útero, vertió una buena
cantidad de semen.

—¡Eh, me estás matando! —gritó la muchacha, medio
sofocada—. ¿Qué es todo eso que derramas en mi interior?

—Es leche, eso es lo que es —explicó Tim, al tiempo que
se agachaba y observaba la operación encantado—. ¿No le
dije que mi padre era muy bueno para la jodienda?

Cielo Riveros pensaba que el hombre se retiraría y le permitiría
levantarse, pero se equivocaba; el enorme miembro que tenía
embutido en su interior no parecía sino ponerse cada vez más
rígido y forzarla más que nunca.

En breve, el aldeano empezó a moverse arriba y abajo,
embistiendo cruelmente contra las tiernas partes de Cielo Riveros a
cada empellón. Su disfrute era al parecer extremo. Gracias a
la descarga que ya había tenido lugar, su porra entraba y
salía sin dificultad y la tierna región espumaba a causa de los
rápidos movimientos.

Cielo Riveros fue poco a poco alcanzando una terrible excitación.
Se le abrió la boca, levantó las piernas y cerró
convulsivamente los puños a ambos lados del cuerpo. Ahora
secundaba cada esfuerzo del hombre y se deleitaba al sentir
los feroces embates con que el sensual sujeto enterraba el
arma empapada en su joven vientre.

Un cuarto de hora se prolongó la refriega, en la que
ambas partes lucharon con toda su furia. Cielo Riveros había
descargado varias veces, y estaba a punto de ofrecer otra

cálida emisión cuando una furiosa chorretada de semen
surgió del miembro del hombre e inundó sus partes.

El sujeto se levantó, y tras retirar la polla, de la que aún
rezumaban las últimas gotas de su abundante expulsión, se
quedó contemplando con expresión melancólica la jadeante
damita a la que acababa de soltar.

Delante de él se mantenía todavía amenazador el enorme
ariete, aún humeante tras salir de la cálida vaina, y Tim, con
auténtica solicitud filial, procedió a limpiarlo con ternura y a
volver a meterlo, hinchado a causa de la reciente excitación,
dentro de la camisa y los calzones de su padre.

Hecho esto, el mozo empezó a mirar con ojos de cordero a
Cielo Riveros, que aún se estaba recuperando sobre el heno.
Observando y palpando, Tim, que no se encontró con
ninguna resistencia, comenzó a meter sus dedos en las partes
privadas de la damita.

Ahora se adelantó el padre, y asiendo el arma de su hijo,
empezó a frotarla de arriba abajo. Ya estaba rígida y erecta,
una masa formidable de carne y músculo que se erguía ante
el rostro de Cielo Riveros.

—¡Dios bendito! No irás a meterme eso, ¿no? —murmuró
Cielo Riveros.

—Pues sí que voy a hacerlo —respondió el mozo, con una
de sus lelas sonrisas—. Mi padre me frota, y me gusta, y
ahora quiero follármela.

El padre guió su espigón hacia los muslos de la muchacha.
El capullo color rubí entró de inmediato en su hendidura, ya
empapada con las emisiones que el aldeano había arrojado en
ella. Tim empujó más, y descendiendo sobre ella, hincó el
largo astil hasta que sus pelos rozaron la blanca piel de Cielo Riveros.

—¡Oh, es muy largo! —gritó—, ¡es escandalosamente
grande, picarón! Ve con cuidado. ¡Ah, me estás matando!
¡Cómo empujas! ¡Oh!, ya no puedes entrar más… Ten
cuidado, por favor… Ay, ya me ha penetrado. La siento hasta
la cintura. ¡Oh, Tim, qué chico tan malo eres!

—Dáselo —dijo entre dientes el padre, que palpaba las
pelotas del mozo y no paraba de hacerle cosquillas entre las
piernas—. Lo aguantará, Tim. ¿No es una belleza? Qué coñito

tan estrecho tiene, ¿verdad, chico?

—Ah, no hable, padre, que no puedo follar.

Siguió un silencio que se prolongó unos minutos, sólo roto
por el ruido de los dos cuerpos que jadeaban y forcejeaban
sobre el heno. Después de un rato, el chico se detuvo. Aunque
dura como el hierro y rígida como la cera, al parecer su polla
no había derramado ni una gota. Poco después Tim la
extrajo, toda olorosa y reluciente de humedades.

—No me puedo correr —reconoció con tristeza.

—Son los refrotes —explicó el padre—. Se la casco tan a
menudo que ahora lo echa de menos.

Cielo Riveros yacía jadeante y del todo expuesta.

El sujeto aplicó ahora su mano a la polla de Tim y empezó
a frotarla vigorosamente de arriba abajo.

La muchacha esperaba que de un momento a otro se
corriera en su cara.

Cuando ya llevaba un rato excitando a su hijo de esta
guisa, el padre aplicó de pronto el capullo ardiente a la raja
de Cielo Riveros, y a medida que éste penetraba, salió un perfecto
diluvio de esperma que la inundó. Tim empezó a sacudirse y
a forcejear y acabó por morderla en el brazo.

Cuando su descarga hubo cesado, y el último espasmo
hubo recorrido el enorme ariete del muchacho, lo retiró
lentamente y dejó que la muchacha se levantara.

No tenían, empero, ninguna intención de dejarla marchar,
pues después de desatrancar la puerta, el chico miró en
derredor precavidamente, y tras poner la tranca de nuevo en
su lugar, se volvió hacia Cielo Riveros.

—Ha sido divertido, ¿verdad? —señaló—. Ya le dije que a
mi padre se le daba bien.

—Sí, es verdad, pero ahora tienes que dejarme marchar;
pórtate bien conmigo, ¿eh?

Una sonrisa fue la única respuesta.

Cielo Riveros desvió la mirada hacia el hombre y cuál no sería su
terror al encontrárselo desnudo —se había quitado todo salvo
la camisa y las botas— y con una erección que amenazaba
con otro asalto más fiero incluso sobre sus encantos.

Su miembro estaba literalmente lívido debido a la tensión

y se erguía contra su estómago velludo. La testa se había
hinchado enormemente a causa de la irritación previa y de su
punta pendía una gota reluciente.

—¿Me dejará joderla otra vez? —inquirió el sujeto, al
tiempo que cogía a la damita por la cintura y llevaba su
manita a la herramienta.

—Lo intentaré —murmuró Cielo Riveros, y al ver que no había
modo de evitarlo, le sugirió que se sentara sobre el heno, al
tiempo que, a horcajadas sobre él, intentaba insertarse la
masa de carne cartilaginosa.

Tras unos cuantos embates y arremetidas, la verga entró,
y comenzó un segundo encuentro no menos violento que el
primero. Pasó un cuarto de hora entero. Ahora era el
veterano quien al parecer no podía correrse.

«¡Qué pesados son!», se dijo Cielo Riveros.

—Frótemelo, querida —dijo el hombre, al tiempo que
retiraba de su cuerpo el miembro, aún más duro que antes.

Cielo Riveros lo asió con sus dos manitas y maniobró arriba y
abajo. Tras estimularlo de este modo durante un ratito, se
detuvo, y al percibir que de la uretra salía un chorrillo de
semen, se colocó encima del enorme pomo, y apenas se lo
había clavado cuando entró en ella a borbotones un torrente
de leche.

Cielo Riveros ascendió y descendió, bombeándolo de esta guisa,
hasta que todo hubo terminado, después de lo cual la dejaron
marchar.

Al fin llegó el día deseado, y rompió la mañana
memorable en que la hermosa Julia Delmont iba a perder ese
codiciado tesoro que con tanto afán se busca por una parte y
a menudo tan inconscientemente se malgasta por otra. Era
aún temprano cuando Cielo Riveros oyó sus pasos en las escaleras, y
en cuanto se hubieron reunido las dos amigas, se entregaron
a un millar de suculentos temas de parloteo, hasta que Julia
empezó a ver que Cielo Riveros se guardaba algo. De hecho, su
locuacidad no era sino una máscara bajo la cual ocultaba
ciertas noticias que era un tanto reacia a dar a su compañera.

—Sé que tienes algo que decirme, Cielo Riveros; hay algo que aún
no he oído y que tienes que contarme. ¿De qué se trata,
querida?

—¿No lo adivinas? —preguntó su amiga. Una sonrisa
maliciosa jugueteaba en torno a los hoyuelos de las comisuras
de sus labios rosados.

—¿No tiene que ver con el padre Ambrose? —preguntó
Julia—. ¡Ay!, me avergüenzo y me siento incómoda cuando
le veo, y sin embargo me dijo que no había nada de malo en
lo que hizo.

—No lo había en absoluto, te lo aseguro; pero ¿qué hizo?

—Uy, fue más lejos que nunca. Me lisonjeó y luego me
pasó el brazo por la cintura y me besó hasta casi cortarme la
respiración.

—¿Y luego…?

—No me atrevo a decírtelo, queridísima. ¡Ay!, dijo e hizo
un millar de cosas, hasta que creí perder el juicio.

—Cuéntame al menos algunas.

—Bueno, pues, después de besarme con pasión, metió los
dedos por debajo de mi vestido y jugueteó con mi pie y mi
media y luego fue subiendo la mano hasta que tuve la
sensación de que iba a desmayarme.

— ¡Menuda traviesilla! Estoy segura de que disfrutaste con
lo que te hacía.

—-Claro que sí. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Me hizo
sentir como no me había sentido en mi vida.

—Venga, Julia, eso no fue todo: ya sabes que no se detuvo
ahí.

—Ah, no; claro que no, pero no te puedo contar lo que
hizo después.

—¡No me vengas con niñerías! —exclamó Cielo Riveros, fingiendo
que la reticencia de su amiga la molestaba—. Vamos. ¿Por
qué no me lo cuentas todo?

—Si insistes, supongo que no puedo negarme, pero era
todo tan novedoso que me pareció muy chocante, y sin
embargo en absoluto incorrecto. Después de hacer que me
sintiera como si fuera a morir de una deliciosa sensación
trémula que habían provocado sus dedos, de pronto tomó mi

mano y la colocó sobre algo que tenía él y que, al tocarlo, me
pareció el brazo de un niño. Me ordenó que lo cogiera con
fuerza. Seguí sus instrucciones, y al bajar los ojos, vi una cosa
grande y roja, toda ella piel blanca y venas azules, con una
curiosa cresta púrpura y torneada, como una ciruela. Bueno,
vi que esta cosa le salía de entre las piernas y que por debajo
estaba recubierta de una buena mata de pelo moreno y
rizado. —Al llegar aquí, Julia vaciló.

—Venga, sigue —la instó Cielo Riveros.

—Bueno. Retuvo mi mano sobre ella y me hizo frotarla
una y otra vez; era enorme, y estaba dura, y caliente.

—No dudo de que lo estuviera. Con la excitación de tan
tierna belleza…

—Luego me cogió la otra mano y me puso las dos juntas
sobre su cosa peluda. Me asusté mucho al ver cómo le
brillaban los ojos y se le aceleraba la respiración. Me llamó
«niña querida», e incorporándose, me dijo que le acariciase la
cosa rígida contra mi seno. Estaba muy erguida, y la tenía
muy cerca de la cara.

—¿Eso es todo? —preguntó Cielo Riveros, persuasiva.

—No, no, claro que no, pero me da mucha vergiienza.
¿Quieres que continúe? ¿Está bien que vaya contando por ahí
estas cosas?… Bueno, de acuerdo… Después de que hubiera
acariciado al monstruo en mi seno un ratito, durante el que
éste palpitó y me oprimió con una cálida y deliciosa presión,
me pidió que lo besara. Obedecí de inmediato. Al posar mis
labios sobre él, percibí que despedía un cálido aroma sensual.
A petición suya, seguí besándolo. Me ordenó que abriera los
labios y frotase la punta entre ellos. De inmediato me llegó a
la lengua cierta humedad, y en un instante un espeso
borbotón de flujo caliente me entró en la boca y me cayó a
chorros sobre la cara y las manos. Aún jugueteaba con él
cuando el ruido de una puerta al abrirse al otro extremo de la
iglesia obligó al buen padre a retirar lo que yo tenía entre las
manos, «pues», según dijo, «el común de las gentes no debe
saber lo que tú sabes ni hacer lo que te permito que hagas».
Su conducta era amable y atenta, y, por las cosas que me
dijo, me dio pie a pensar que yo era diferente de todas las

otras muchachas. Pero dime, queridísima Cielo Riveros, ¿cuáles son
las misteriosas nuevas que tienes que darme? Me muero por
saberlas.

—Respóndeme primero si el buen Ambrose te habló o no
de las dichas, de los placeres derivados del objeto con que
jugueteaste, y si señaló algún modo de satisfacer semejantes
deseos sin incurrir en pecado.

—Claro que sí. Aseguró que, en ciertos casos, esa clase de
satisfacción se convertía en un mérito.

—Como, por ejemplo, en el seno del matrimonio,
supongo.

—No dijo nada al respecto. Sólo dijo que el matrimonio a
menudo traía mucha infelicidad, y que incluso los votos
maritales, en ciertas circunstancias, pueden romperse
provechosamente.

Cielo Riveros sonrió. Recordaba haber oído razonamientos
similares de los mismos labios sensuales.

—¿En qué circunstancias vino a decir que estaban
permitidos dichos goces?

—Sólo cuando se está firmemente resuelto a hacer algo
bueno, más allá de la propia satisfacción, y ese caso, dice,
sólo puede darse cuando alguna joven, elegida de entre las
demás por las cualidades de su mente, se dedica al consuelo
de los que sirven a la Iglesia.

—Ya veo —dijo Cielo Riveros—. Continúa.

—Luego me habló de lo buena que era yo, y del gran
mérito que tendría ejercer el privilegio que me había
concedido y dedicarme al consuelo sensual de él y de otros
cuyos votos les impedían casarse o complacer los deseos que
la naturaleza ha implantado en todos los hombres por igual.
Pero dime, Cielo Riveros, tienes noticias para mí, ¡sé que las tienes!

—Bueno, si insistes… Tienes que saber que el buen padre
Ambrose ha resuelto que es mejor para ti ser iniciada sin
dilación, y ha dispuesto que sea hoy aquí mismo.

—¡Ay de mí! ¡Qué me dices! ¡Qué vergiienza, qué terrible
bochorno!

—No, querida, no temas, ya se ha pensado en todo eso.
Sólo un hombre tan bueno y considerado como nuestro

querido confesor podría haberlo arreglado todo a la
perfección como ha hecho él. Ha quedado dispuesto que el
estimado varón disfrute de todos los encantos que pueda
proporcionarle tu cautivador cuerpecillo sin que, en
resumidas cuentas, tú veas su rostro ni él vea el tuyo.

—¿Qué me dices? Entonces será en la oscuridad, supongo.

—En modo alguno. Eso equivaldría a renunciar a todos
los placeres de la vista, y el estimado varón quedaría privado
del exquisito goce de contemplar esas deliciosas donosuras
que está firmemente decidido a poseer.

—Haces que me sonroje, Cielo Riveros… Pero, entonces, ¿cómo va
a ser?

—Habrá iluminación suficiente —explicó Cielo Riveros, con el aire
de una madre que habla con su hija—. Será en una bonita
alcoba que tenemos; yacerás sobre un lecho conveniente y tu
cabeza quedará oculta tras una cortina que cuelga de una
puerta que da a una cámara interior de modo que únicamente
tu cuerpo, desnudo por completo y a la vista, quede expuesto
a tu apasionado asaltante.

—Ay, qué vergüenza… ¡Y además desnuda!

—-Oh, Julia, mi querida y tierna Julia… —murmuró Cielo Riveros,
mientras un estremecimiento de puro éxtasis recorría su
cuerpo—, a qué placeres accederás; de qué modo despertarás
a los deliciosos goces de los inmortales y hallarás, ahora que
te acercas al periodo denominado pubertad, el solaz del que
me consta ya estás necesitada…

—;¡Ay, no, Cielo Riveros! ¡No digas eso, te lo ruego!

—Y cuando, al fin —susurró su compañera, cuya
imaginación la transportaba a un ensueño del que nada
traslucía mientras hablaba—, cuando, al fin, haya acabado el
combate, lleguen los espasmos y esa cosa enorme y palpitante
derrame su viscoso chorro de goce enloquecedor, ¡ay!,
entonces ella se sumará al ímpetu del éxtasis y ofrecerá a
cambio su virginidad.

—¿Qué murmuras?

Cielo Riveros volvió en sí.

—Estaba pensando —dijo, distraíidamente— en todos los
placeres en los que estás a punto de participar.

—¡Ay! —exclamó Julia—, dices cosas tan terribles que
haces que me sonroje.

Tuvo lugar acto seguido una conversación en el curso de
la cual comentaron infinidad de pormenores, y mientras se
prolongaba se me brindó la oportunidad de escuchar otro
diálogo, de igual interés para mí, pero del que sólo
proporcionaré a mis lectores un resumen.

Se desarrolló en la biblioteca, entre Mister Delmont y
Mister Verbouc. A todas luces habían llegado a un acuerdo en
todos los asuntos principales de la cuestión, que por increíble
que pueda parecer, eran la cesión del cuerpo de Cielo Riveros a
Mister Delmont mediante el pago de una buena suma que
debía abonarse en ese mismo momento y que después sería
invertida en beneficio de «su querida sobrina» por el
indulgente Mister Verbouc.

Bribón e impúdico como era este varón, no podía
perpetrar transacción tan nefaria sin cierta pequeña
compensación que acallara la conciencia, aunque fuera la de
un ser tan carente de escrúpulos como él.

—Sí —dijo el complaciente tío—, los intereses de mi
sobrina son esenciales, estimado señor. No queda descartado
el matrimonio más adelante, pero entre nosotros, como
hombres de mundo, ya me entiende, puramente como
hombres de mundo, la pequeña satisfacción que usted exige
quedará bien compensada con una suma que la resarza por la
pérdida de tan frágil posesión. —Aquí se echó a reír, más que
nada porque su invitado, flemático y corto de luces, no le
entendió.

De este modo quedó arreglado el asunto, y ya sólo
quedaban por disponer los preliminares. Mister Delmont,
despojado de su más bien pesada y estólida indiferencia,
quedó encantado cuando se le informó de que el trato iba a
consumarse sin tardanza, y que iba a tomar posesión de la
deliciosa virginidad que tanto había ansiado destruir.

Mientras tanto, el bueno, estimado y generoso padre
Ambrose hacía rato que había llegado y preparado la estancia
donde iba a tener lugar el sacrificio.

Tras dar cuenta de un suntuoso desayuno, Mister Delmont

se encontró con que sólo una puerta lo separaba de la víctima
de su lascivia.

No tenía ni idea de quién era esa víctima. Sólo pensaba en
Cielo Riveros.

En un instante, había girado el pomo y entrado en la
estancia, cuya dulce tibieza refrescó y estimuló los instintos
sensuales que estaban a punto de entrar en juego.

¡Dios bendito! ¡Qué espectáculo se abalanzó sobre su vista
embelesada! Justo delante de él, recostado en un lecho y
completamente desnudo, estaba el cuerpo de una jovencita.
De un vistazo, se dio cuenta de que era hermoso, pero habría
necesitado varios minutos para examinarlo con detalle y
descubrir los méritos independientes de cada delicioso
miembro y extremidad: los miembros bien rellenos,
infantiles, proporcionados; el delicado busto apenas florecido,
dos colinas de tierna carne de lo más blanco y exquisito, que
culminaban en dos capullos rosáceos; las venas azules que se
extendían y serpenteaban aquí y allá y se insinuaban a través
de la superficie nacarada como riachuelos de flujo sanguíneo
sólo para realzar la blancura más deslumbrante jamás vista
de la piel. Y luego, ¡oh!, luego el cogollo del deseo del
hombre, los labios rosados y entornados en los que se
regodea la naturaleza, de los que el hombre surge y a los que
regresa —la source—, era allí visible en su perfección casi
infantil.

Allí lo tenía todo, en efecto, salvo la cabeza. Ese
importantísimo miembro brillaba por su ausencia, y sin
embargo las suaves ondulaciones de la hermosa doncella
dejaban bien claro que la ocultación de este no suponía
ningún inconveniente.

Mister Delmont no mostró sorpresa alguna ante el
fenómeno. Lo habían preparado para ello, y también le
habían impuesto que mantuviera estricto silencio. Por lo
tanto se dispuso a observar y deleitarse con los encantos
preparados para su disfrute.

En cuanto se hubo recuperado de la sorpresa y la emoción
que sintió al vislumbrar tanta belleza desnuda, halló firmes
pruebas de sus efectos sobre los órganos sensuales, esos

órganos que con tanta prontitud responden, cuando los
poseen hombres de su temperamento, a emociones calculadas
para producir dicho efecto.

El miembro, duro e hinchado, se le erguía dentro de los
calzones y amenazaba con escapar de su reclusión. Él, por
tanto, lo liberó y permitió que un arma musculosa y
gigantesca saliera a la luz y alzara su testa roja ante su presa.

Lector, sólo soy una pulga. Mis capacidades de percepción
son limitadas y me falta pericia para describir las suaves
manipulaciones, cada vez más intensas, y los dulces y
graduales toqueteos con los que este embelesado profanador
se aproximó a su conquista. Deleitándose en su seguridad,
Mister Delmont recorrió con la vista y las manos el cuerpo
expuesto. Sus dedos abrieron la delicada hendidura que hasta
el momento la cubría sólo una tenue pelusilla, mientras la
muchacha, al notar al intruso, se cimbreó y retorció para
evitar, con una timidez natural en estas circunstancias, sus
lascivos manoseos.

Pero ahora la atrae hacia él, los cálidos labios masculinos
oprimen el vientre liso, los pezones tiernos y sensibles de sus
jóvenes pechos. Con mano ansiosa le ase la cadera henchida y
tirando de ella hacia sí, le abre las piernas blancas y se planta
entre ellas.

Lector, ya he señalado que sólo soy una pulga. Sin
embargo, las pulgas tenemos sentimientos, y no intentaré
describir cuáles fueron los míos cuando vi acercarse aquel
miembro excitado a los labios oferentes de la húmeda
hendidura de Julia. Cerré los ojos; se despertaron en mí los
instintos sexuales de la pulga macho y ansié, sí, ¡cuán
ardientemente ansié hallarme en el lugar de Mister Delmont!

Mientras tanto, él continuaba firme y denodadamente con
su tarea de demolición. Con una repentina arremetida, probó
a penetrar las partes vírgenes de la joven Julia. Fracasó; lo
intentó de nuevo, y una vez más, su contrariado artefacto
salió despedido hacia arriba y quedó, jadeante, sobre el
estómago inquieto de su víctima.

Durante este difícil trance, sin duda Julia hubiera echado
por tierra el plan con un grito más o menos violento, de no

ser por una precaución que adoptó ese sabio pervertidor y
sacerdote, el padre Ambrose.

Julia había sido drogada.

Mister Delmont había regresado a la carga una vez más.
Empuja, acosa, patea con los pies en el suelo, brama y echa
espuma por la boca, y oh, ¡Dios!, la tenue barrera elástica
cede y él entra con una sensación de triunfo que le provoca
un éxtasis; entra hasta que el placer de la estrecha y húmeda
compresión hace que escape de sus labios sellados un quejido
de placer. Entra hasta que su arma, enterrada hasta el pelo
que le cubre el bajo vientre, yace palpitante y aumenta aún
más en dureza y longitud dentro de la ceñida vaina.

Tuvo lugar a continuación una lucha que ninguna pulga
sería capaz de describir: suspiros de sensaciones deleitosas y
embelesadoras escapan de sus labios entreabiertos y
babeantes, empuja, se encorva, pone los ojos en blanco, se le
abre la boca, e incapaz de evitar la pronta culminación de su
lascivo goce, el hombretón echa el alma por la boca y con
ella un torrente de flujo seminal que, lanzado con fuerza,
entra a chorros en el útero de su propia hija.

Ambrose, oculto, presenciaba el libidinoso drama, y Cielo Riveros
estaba al otro lado de la cortina, para evitar cualquier
manifestación de su joven amiga.

Esta precaución fue, no obstante, innecesaria: Julia, lo
bastante recobrada de los efectos del narcótico para sentir el
dolor, se había desmayado.

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juguetes sexuales

5 juguetes sexuales favoritos por las mujeres

Lo mejor es terminar un día con algo de sexo y poder disfrutarlo; a veces para que no se vuelva monótono o aburrido podemos incorporar algunos juguetes sexuales y derribar todo lo que nos cansa. Por eso, a continuación veremos que prefieren las mujeres que las harán sentir el máximo placer

Seducida por vecino

Seducida por mi vecino

¿como fui seducida por mi vecino ? Ese dia no crei que terminaria seducida por mi nuevo vecino ,pero la realidad es que se seducida así por mi vecino me encendió nuevas sensaciones Estaba un día en la azotea de mi casa tomando el sol, cuando vi que un camión

curiosa por pija

La curiosa. II

Hola. Han pasado unas semanas de que mi vecina nos vio cogiendo con mi esposa y no la he visto. Quizás por vergüenza trata de esquivarme hasta que ese día mi mujer me dice. – Bruno amor me vas a comprar al mercadito?- un poco desganado me dio una lista

Por fin Prostituida

Por Fin Prostituta

Relato Sexy: de una prostituta trans y su experiencia al convertirse en prostituta, comenzando con un encuentro en una estética que la transforma.

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