Tres días después de que tuvieran lugar los sucesos
detallados en las páginas anteriores, Cielo Riveros, tan sonrosada y
encantadora como siempre, hizo acto de presencia en el salón
de su tío.
Durante esos tres días, mis movimientos habían sido
erráticos, pues mi apetito no era en modo alguno exiguo, y
mi ansia de novedades me impedía residir demasiado tiempo
en un mismo lugar.
Fue así cómo me las arreglé para oír una conversación
que me pasmó en no poca medida, pero que, al tener que ver
directamente con los acontecimientos que describo, no
dudaré en revelar.
Fue así como averigüé la auténtica hondura y sutileza del
carácter del padre Ambrose.
No voy a reproducir aquí este discurso como lo oí desde
mi estratégica posición; bastará si explico las principales
ideas que contenía y relato cómo éstas se pusieron en
práctica.
Era evidente que Ambrose estaba molesto e incómodo a
causa de la repentina participación de sus cofrades en el
disfrute de su más reciente adquisición, y tramó un osado y
maligno plan para frustrar su interferencia, y al mismo
tiempo, quedar libre de toda culpa en el asunto.
Con esas intenciones, en breve Ambrose acudió a ver al
tío de Cielo Riveros y le contó cómo había descubierto a su sobrina y
al joven amante de ésta en plena alianza de Cupido, y cómo
no había duda de que ella había recibido y correspondido con
las últimas prendas de su pasión.
Al hacerlo, el astuto sacerdote planeaba un objetivo
ulterior. Conocía bien el carácter del hombre con el que tenía
que vérselas. También era consciente de que ese hombre
estaba al tanto de buena parte de la vida auténtica del
eclesiástico.
De hecho, los dos se entendían bien. Ambrose tenía
fuertes pasiones y su naturaleza era erótica en un grado
extraordinario. Lo mismo podía decirse del tío de Cielo Riveros.
Este último así se lo había confesado a Ambrose, y en el
transcurso de su confesión había dado pruebas de deseos muy
irregulares, tanto como para no plantear dificultades a la
hora de convertirse en partícipe en los planes que el otro
había tramado.
Hacía tiempo que Mister Verbouc había echado el ojo a su
sobrina. Lo había confesado. Y ahora Ambrose le traía de
repente una noticia que le abrió los ojos: Cielo Riveros empezaba a
albergar sentimientos de la misma índole por otros hombres.
Le vino de inmediato a la mente el carácter de Ambrose.
Era su director espiritual y le pidió consejo.
El eclesiástico le dio a entender que había llegado su
oportunidad y que ambos saldrían ganando si compartían la
presa.
Esta proposición tocó una fibra sensible en Verbouc, que
no le había pasado del todo desapercibida a Ambrose. Si algo
le hacía disfrutar más de su sensualidad, o infundía más
intensidad a sus desenfrenos, era contemplar a otro en el acto
de culminar la cópula, y consumar después su propio goce
con una segunda penetración y emisión en el cuerpo de la
misma víctima.
De este modo, quedó pronto establecido el trato; se buscó
una oportunidad; se obtuvo la intimidad necesaria, pues la tía
de Cielo Riveros era inválida y estaba recluida en su habitación; y
luego Ambrose preparó a Cielo Riveros para el evento que iba a tener
lugar.
Tras un breve discurso preliminar —en el que la previno
de que no dijera ni una palabra de su relación previa y le
informó de que su pariente había descubierto de algún modo
sus amoríos con Charlie—, la fue llevando poco a poco hacia
el terreno que él quería. Incluso le habló de la pasión que
había concebido su tío hacia ella, y declaró sin tapujos que el
modo más seguro de evitar su profunda indignación era
mostrarse obediente a todo lo que él requiriera.
Mister Verbouc era un hombre de constitución sana y
vigorosa, y de unos cincuenta años de edad. En tanto que tío
suyo, siempre había inspirado a Cielo Riveros un gran respeto, en el
que se entreveraba un notable miedo a su presencia y
autoridad. Desde la muerte de su hermano, la había tratado,
si no con afecto, al menos sin crueldad, aunque con la
circunspección propia de su carácter.
Evidentemente, Cielo Riveros no tenía motivos para esperar
clemencia alguna en esta ocasión, ni para contar con ningún
modo de escapar de las iras de su tío.
Paso por alto el primer cuarto de hora, las lágrimas de
Cielo Riveros y el azoramiento con que se vio al mismo tiempo objeto
de los abrazos excesivamente tiernos de su tío y de la
reprensión que bien se merecía.
La interesante comedia prosiguió poco a poco, hasta que
Mister Verbouc, poniendo a su hermosa sobrina sobre sus
propias rodillas, expuso con audacia el propósito que había
concebido: disfrutar él mismo de ella.
—No debe haber ninguna resistencia absurda por tu parte,
Cielo Riveros —continuó su tío—; no vacilaré, ni tampoco fingiré
pudor alguno. Es suficiente con que el buen padre Ambrose
haya dado su bendición al asunto, y por tanto debo poseerte
y disfrutar de tu cuerpo como ya ha hecho tu joven
compañero con tu consentimiento.
Cielo Riveros estaba totalmente perpleja. Aunque era sensual,
como ya hemos visto, y en un grado que pocas veces se
observa en muchachas de tan tierna edad, había sido educada
según las ideas estrictas y convencionales acordes con el
carácter severo y distante de su pariente. De inmediato, todo
el horror de semejante crimen se alzó ante ella. Ni siquiera la
presencia y declarada aprobación del padre Ambrose
menguaban la desconfianza con que veía la horrible
proposición que con toda tranquilidad se le hacía ahora.
Cielo Riveros tembló de sorpresa y terror ante la naturaleza del
crimen proyectado. Esta nueva situación la conmocionó. El
hecho de que su tío —reservado y severo, cuya ira siempre
había lamentado y temido, y cuyos preceptos hacía tiempo ya
que se había acostumbrado a recibir con reverencia— se
hubiera convertido en un ardiente admirador, sediento de
obtener aquellos favores que tan recientemente había
otorgado a otro, la dejó muda de asombro y repugnancia.
Mister Verbouc, que evidentemente no estaba dispuesto a
dejarla que reflexionara ni un instante, y cuya turbación era
evidente en más de un sentido, cogió en sus brazos a su joven
sobrina, y a pesar de su reticencia, le cubrió la cara y el
cuello de besos prohibidos y apasionados.
Ambrose, hacia quien se volvió la muchacha, no le
proporcionó consuelo alguno en este apuro, sino que, al
contrario, dirigiendo una sonrisa inexorable al emocionado
Verbouc, animaba a éste con miradas taimadas a que llevase
hasta las últimas consecuencias sus placeres y su lubricidad.
Resultaba arduo resistirse en circunstancias tan difíciles.
Cielo Riveros era joven, y se hallaba indefensa ante su fornido
pariente. Espoleado hasta el frenesí merced al contacto y los
obscenos toqueteos en los que ahora se complacía, Mister
Verbouc, con energías redobladas, trataba de tomar al asalto
el cuerpo de su sobrina. Sus dedos nerviosos ya oprimían el
hermoso satén que cubría sus muslos. Otro empellón
decidido, y a pesar de la firme resistencia que oponía Cielo Riveros
para rechazarlo, la lasciva mano le cubrió los labios
sonrosados, y los dedos trémulos abrieron la prieta y húmeda
hendidura del baluarte del pudor.
Hasta este momento, Ambrose había observado en
silencio la excitante escena; ahora, en cambio, también
avanzó, y al tiempo que pasaba su poderoso brazo izquierdo
en torno a la leve cintura de la muchacha, tomó sus dos
manilas en su mano derecha, y al sujetarla así, la convirtió en
fácil presa de los salaces asaltos de su pariente.
—Por piedad —gimoteó Cielo Riveros, que jadeaba a causa de los
esfuerzos—, déjeme marchar… Esto es horrible. ¡Es usted un
monstruo! ¡Y muy cruel! ¡Estoy perdida!
—Nada de eso, sobrinita mía, no estás perdida —replicó
su tío—, sólo has despertado a los placeres que Venus tenía
reservados para sus devotos y que el amor guarda para
quienes son lo bastante osados como para aprehenderlos y
disfrutar de ellos, mientras puedan.
—He sido víctima de un horrible engaño —gritó Cielo Riveros,
escasamente aliviada con esta ingeniosa explicación—. Ahora
lo veo todo claro. ¡Ay, qué vergiienza! ¡No se lo puedo
permitir, no se lo puedo permitir, no puedo! ¡Ah, no! No
puedo. ¡Santa madre de Dios! Déjeme marchar, tío. ¡Ay! ¡Ay!
—-Calla, Cielo Riveros; debes someterte; disfrutaré de ti por la
fuerza si no me permites hacerlo de otro modo. Venga, separa
esas hermosas piernas, déjame que palpe esas exquisitas
pantorrillas, esos suaves y suculentos muslos; deja que pose
mi mano sobre ese vientrecillo palpitante; no, quédate quieta,
tontita. Eres mía al fin. ¡Oh, cómo he ansiado este momento,
Cielo Riveros!
Ésta, no obstante, seguía ofreciendo cierta resistencia que
sólo servía para aguzar el apetito antinatural de su asaltante
mientras Ambrose la sujetaba firmemente entre sus garras.
—¡Oh, qué hermoso trasero! —exclamó Verbouc, al
tiempo que deslizaba su mano intrusa por debajo de los
muslos de terciopelo de la pobre Cielo Riveros y palpaba los
torneados globos de su encantador derriére—. ¡Ah, qué
glorioso trasero! Ahora es todo mío. Todo se festejará en su
debido momento.
—¡Déjeme marchar! —gritó Cielo Riveros—. ¡Ay, no! —exclamó
la hermosa joven cuando los dos hombres la forzaron a
tumbarse sobre el diván, que habían dispuesto
convenientemente al alcance.
Al caer, se apoyó sobre el recio cuerpo de Ambrose
mientras Mister Verbouc, que ahora le había levantado las
ropas y dejaba al descubierto con lascivia las piernas
enfundadas en seda y las exquisitas proporciones de su
sobrina, se retiraba un momento para disfrutar a placer del
indecente espectáculo que había dispuesto, a la fuerza, para
su propio disfrute.
—;¡Tío!, ¿está usted loco? —gritó Cielo Riveros, una vez más, al
tiempo que agitaba las extremidades en un vano intento de
ocultar la suculenta desnudez ahora del todo expuesta—. Se
lo ruego, déjeme marchar.
—Sí, Cielo Riveros, estoy loco, loco de pasión por ti, loco de
lujuria por poseerte, por disfrutar de ti, por saciarme de tu
cuerpo. Toda resistencia es inútil; me saldré con la mía y
gozaré de esos encantos, de esa estrecha y exquisita vaina.
Mientras decía esto, Mister Verbouc se preparaba para el
acto final del incestuoso drama. Se desabrochó las prendas
íntimas, y dejando de lado cualquier atisbo de recato,
permitió que su sobrina contemplara sin impedimentos las
rollizas y rubicundas proporciones de su excitado miembro,
que, erecto y reluciente, ahora la amenazaba a ojos vistas.
Al momento, Verbouc se lanzó sobre su presa, firmemente
sujeta por el sacerdote, que se había recostado; luego,
aplicando su arma erecta a quemarropa sobre el tierno
orificio, probó a culminar el coito insertando sus grandes y
luengas proporciones en el cuerpo de su sobrina.
Sin embargo, los continuos meneos de la joven, la
repulsión y el horror que ella sentía, y la pequeñez y casi
inmadurez de sus partes, impidieron eficazmente que
Verbouc obtuviera una victoria tan fácil como la que
anhelaba.
Yo nunca había ansiado tan ardientemente como en esta
ocasión contribuir al malestar de un campeón e, impelida por
las quejas de la dulce Cielo Riveros, con el cuerpo de una pulga y el
alma de una avispa me lancé de un salto al rescate.
Hincar mi probóscide en la sensible cobertura del escroto
de Mister Verbouc fue cosa de un segundo. Tuvo el efecto
deseado. Un dolor repentino y penetrante le obligó a
detenerse. El intervalo resultó fatal, y al instante los muslos y
el estómago de la joven Cielo Riveros estaban cubiertos con los
fluidos malgastados del incestuoso vigor de su pariente.
A este inesperado contratiempo le siguieron maldiciones
—no en voz alta, pero sí subidas—. El aspirante a violador se
retiró de su lugar estratégico, e incapaz de prolongar el
asalto, retiró a regañadientes el arma desconcertada.
En cuanto Mister Verbouc liberó a su sobrina de tan difícil
trance, el padre Ambrose empezó a manifestar la violencia de
su propia excitación, producida por la contemplación de la
escena erótica precedente. Mientras sujetaba aún firmemente
a Cielo Riveros, y por tanto gratificaba su sentido del tacto, el aspecto
de la parte delantera de su hábito denotaba sin tapujos su
disposición a sacar provecho de la situación. Su formidable
arma, desdeñando al parecer la reclusión de sus hábitos,
asomó, la enorme cabeza ya descapuchada y palpitante por
sus ansias de goce.
—¡Ay! —exclamó el otro al posar su mirada obscena sobre
el arma dilatada de su confesor—, he aquí un campeón que
no permitirá derrota, estoy seguro —y tomando
pausadamente el enorme astil en su mano, lo manipuló con
satisfacción evidente—. ¡Vaya monstruo! ¡Qué fuerte es! ¡Qué
tieso se yergue!
El padre Ambrose se incorporó, su rostro carmesí delataba
la intensidad de su deseo; colocando a la arredrada Cielo Riveros en
una postura más propicia, llevó la ancha y colorada
protuberancia a la húmeda abertura y procedió a forzar su
entrada con empujones desesperados.
El dolor, la agitación y el ansia se sucedieron en el sistema
nervioso de la joven víctima de la lujuria.
Aunque no era la primera vez en que el reverendo padre
tomaba por asalto las murallas cubiertas de musgo, la
presencia de su tío, el escaso decoro de toda la escena y la
convicción —que ahora empezaba a vislumbrar— de ser
víctima de las mañas y el egoísmo del eclesiástico, se
combinaron para repeler en su mente las extremas
sensaciones de placer que tan intensamente se habían
manifestado en su cuerpo con anterioridad.
Sin embargo, el proceder de Ambrose no le dejó tiempo
para reflexionar, pues éste, al sentir la deliciosa vaina
enfundada como un guante en torno a su voluminosa arma,
se apresuró a consumar la unión, y dando unos cuantos
embates vigorosos y diestros, se zambulló en su hendidura
hasta las pelotas.
Sobrevino un rápido intervalo de feroz goce, de rápidas
arremetidas y presiones, firmes e íntimas, hasta que un grito
profundo y gorjeante de Cielo Riveros anunció que la naturaleza se
había impuesto y que la muchacha había llegado a esa
exquisita crisis que se da en las lides amorosas y en la que
espasmos de placer inexplicable pasan rauda,
voluptuosamente, a través de los nervios, y con la cabeza
echada hacia atrás, los labios entreabiertos, los dedos
convulsamente retorcidos, y el cuerpo rígido por ese esfuerzo
tan absorbente, la ninfa arroja su esencia juvenil para dar la
bienvenida a los inminentes borbotones de su amante.
La figura contorsionada de Cielo Riveros, los ojos en blanco y los
puños apretados daban testimonio suficiente de su estado sin
necesidad del gemido de éxtasis que salió laboriosamente de
sus labios trémulos.
Todo el volumen del potente astil, ahora bien lubricado,
maniobraba deliciosamente en el interior de sus tiernas
partes. La excitación de Ambrose aumentaba por instantes, y
su instrumento, duro como el hierro, amenazaba en cada
arremetida con descargar su olorosa esencia.
—¡Ah, no puedo hacer más!… Noto que voy a derramar
mi leche. ¡Verbouc, debe follársela! ¡Es deliciosa! ¡Su
hendidura me ciñe como un guante! ¡Oh! ¡Oh! ¡Ah!
Embestidas más intensas e íntimas, una vigorosa
arremetida, un hundirse el hombretón sobre la liviana figura
de la muchacha, un gemido áspero y profundo, y Cielo Riveros, con
deleite inefable, notó que la cálida inyección brotaba de su
profanador y se derramaba en abundancia, espesa y viscosa,
hasta lo más recóndito de sus tiernas partes.
Ambrose retiró a regañadientes su polla humeante y dejó
a la vista las partes relucientes de la jovencita, de las que
desbordaba la espesa masa de sus emisiones.
—¡Bien! —exclamó Verbouc, a quien la escena le había
excitado en extremo—. ¡Ahora me toca a mí, buen padre
Ambrose! Usted ha disfrutado de mi sobrina delante de mis
narices; así lo deseaba, y ha sido convenientemente
mancillada. También ha participado del placer con usted, lo
que confirma mis sospechas: es capaz de recibir y capaz de
disfrutar, uno puede saciarse con ella y con su cuerpo; bien,
voy a empezar. Por fin ha llegado mi oportunidad, ahora no
puede huir de mí. Voy a satisfacer el deseo que tanto tiempo
he abrigado. Voy a satisfacer esta insaciable lujuria por la
hija de mi hermano. ¿Ves cómo alza la cabeza colorada este
miembro? Es debido al deseo que siento por ti, Cielo Riveros. Palpa,
dulce sobrina mía, lo duras que están las pelotas de tu tío:
están llenas por tu causa. Eres tú la que ha hecho que mi
miembro se haya puesto tan rígido, tan largo e hinchado, y
eres tú quien está destinada a aliviarlo. ¡Franquéale el paso,
Cielo Riveros! Deja que guíe tu hermosa mano, hija mía. ¡Vamos!, no
te andes con remilgos, nada de sonrojos ni de pudor. ¿No ves
su longitud? Debes dejarla entrar por completo en esa rajita
caliente que el estimado padre Ambrose acaba de colmar tan
abundantemente. ¿Ves los grandes globos que cuelgan
debajo, querida Cielo Riveros? Están cargados con la leche que voy a
descargar para tu placer y el mío. Sí, Cielo Riveros, descargaré en el
vientre de la hija de mi hermano.
La idea del horrible incesto que proyectaba cometer
reavivaba a todas luces su desenfreno y producía en él una
extraordinaria impaciencia lujuriosa, que se evidenciaba
tanto en su semblante encendido como en el rígido y erecto
astil que ahora amenazaba las partes humedecidas de Cielo Riveros.
Mister Verbouc tomó sus medidas con firmeza. Desde
luego, como él decía, la pobre Cielo Riveros no tenía escape. Se
colocó sobre ésta y le abrió las piernas. Ambrose la sujetó con
fuerza contra su propio estómago a la vez que se recostaba. El
violador vio su oportunidad, el camino estaba despejado, las
blancos muslos ya separados, los labios rojos y relucientes de
su hermoso coñito encarados hacia él. No podía esperar más;
tras separar los labios y apuntar con tiento el bálano liso y
rojo hacia la hendidura oferente, se lanzó hacia delante, y en
una acometida, lanzando un grito de placer, se enterró en
toda su longitud en el vientre de su sobrina.
—¡Ay, Señor! ¡Por fin estoy en su interior! —gritó
Verbouc—. ¡Oh! ¡Ah! ¡Qué placer, qué deliciosa es, qué
apreturas! ¡Oh!
El buen padre Ambrose la sostenía con firmeza.
Cielo Riveros dio una violenta sacudida y lanzó un gritito de dolor
y terror al notar la entrada del miembro hinchado de su tío,
mientras que éste, firmemente encajado en el cálido cuerpo
de su víctima, se lanzaba a una rápida y furiosa carrera de
placer egoísta. Era la oveja en las zarpas del lobo, la paloma
en las garras del águila. Despiadado, insensible a los
sentimientos de la muchacha, el bruto se lo llevó todo por
delante, hasta que, demasiado pronto para su propia lujuria
caldeada, con un grito de disfrute agónico, descargó y vertió
en el interior de su sobrina un copioso torrente de flujo
incestuoso.
Una y otra vez disfrutaron los dos canallas de su joven
víctima. Su ardiente lujuria, estimulada por la perspectiva de
los placeres del otro, los llevaba a la locura.
Ambrose intentó atacarla por las nalgas, pero Verbouc,
que sin duda tenía sus motivos para prohibirlo, vetó la
violación, y el sacerdote, en modo alguno corrido, desplazó la
punta de su enorme herramienta y desde atrás la insertó con
furia en su rajita. Verbouc se arrodilló y contempló el acto, y
a su término lamió con placer evidente los ensopados labios
del rebosante coño de su sobrinita.
Esa noche acompañé a Cielo Riveros a su lecho, pues aunque mis
nervios habían sufrido una terrible conmoción, mi apetito no
había disminuido, y quizás era una suerte que mi joven
protegida no poseyera una piel tan irritable como para
resentirse mucho de los esfuerzos que hacía yo por satisfacer
mis ansias naturales.
El sueño había sucedido a la comida con que me había
obsequiado, y había encontrado un retiro cálido y seguro
entre el suave y tierno musgo que cubría el monte de Venus
de la dulce Cielo Riveros cuando, a eso de la medianoche, un violento
alboroto me sacó bruscamente de mi merecido reposo.
Alguien había hecho presa repentina y firmemente de la
joven, y una forma gruesa se apretaba con vigor contra su
liviana figura. De sus labios asustados salió un grito sofocado,
y entre vanos esfuerzos por su parte por escapar, y esfuerzos
más fructuosos por evitar una consumación tan poco
deseable, reconocí la voz y la persona de Mister Verbouc.
La sorpresa había sido absoluta; vana fue la débil
resistencia que su sobrina podía ofrecer, pues con premura
febril y terriblemente enardecido por el suave contacto de sus
extremidades de terciopelo, el incestuoso tío poseyó con
fiereza sus encantos más ocultos, y tenaz en su horrible
lujuria, condujo su arma erecta hasta el interior de su joven
cuerpo.
Sobrevino un forcejeo en el que cada uno desempeñó un
papel inequívoco.
El violador, estimulado igualmente por las dificultades de
su conquista y por las exquisitas sensaciones que
experimentaba, enterró su rígido miembro en la deliciosa
vaina y buscó por medio de sus fervientes acometidas
desahogar su concupiscencia en una copiosa descarga,
mientras que Cielo Riveros, cuyo prudente temperamento no era
invulnerable a un ataque tan lascivo y denodado, luchó en
vano por resistirse a los violentos impulsos de la naturaleza,
que, caldeados por la excitante fricción, amenazaban con
traicionarla, hasta que, al cabo, con las extremidades
trémulas y casi sin aliento, se rindió y emitió los dulces
fluidos desde lo más hondo de su alma sobre el hinchado astil
que tan deliciosamente palpitaba en su interior.
Mister Verbouc, consciente de que jugaba con ventaja,
cambió de táctica, como un general prudente; tuvo buen
cuidado de no alcanzar el clímax y de provocar un nuevo
avance por parte de su dulce adversaria.
Mister Verbouc no tuvo grandes dificultades para
conseguirlo, y el combate al parecer le espoleó hasta la furia.
La cama temblaba y se sacudía, toda la habitación vibraba
con la energía de su lascivo ataque, los dos cuerpos se
agitaban, revolcaban y zambullían, convertidos en una masa
indistinguible.
La lujuria, calenturienta e impaciente, reinaba suprema en
ambos bandos. Él se introdujo, luchó, empujó, arremetió, se
retiró hasta que la ancha testa de su abultado pene quedó
entre los labios sonrosados de las ardientes partes de Cielo Riveros. Se
hincó hasta que los pelos negros y crespos de su vientre se
entreveraron con la pelusa suave y musgosa que cubría el
pronunciado monte de su sobrina, hasta que, con un sollozo
tembloroso, ella manifestó a la par su dolor y su placer.
Una vez más la victoria era de Verbouc, y al enfundar su
vigoroso miembro hasta la empuñadura en el tierno cuerpo,
un lamento profundo y delicado le indicó que la muchacha
había llegado al éxtasis, al tiempo que una vez más se
propagaba por su sistema nervioso el penetrante espasmo del
placer; y a continuación, con un brutal gemido de triunfo,
Mister Verbouc lanzó un delgado y cálido chorro de flujo
hacia lo más recóndito de su útero.
Con el frenesí del deseo recién avivado, y todavía
insatisfecho con la posesión de una flor tan Cielo Riveros, el brutal
Verbouc colocó boca abajo a su sobrina, que estaba medio
desmayada, y contempló a placer sus preciosas nalgas. Su
objetivo se hizo evidente cuando, procurándose parte de las
emisiones de que rebosaba ahora su rajita, le untó el ano y
luego introdujo el índice hasta donde pudo.
Sus pasiones habían alcanzado otra vez un punto febril.
Su polla amenazaba el rollizo trasero, y al tiempo que se
encaramaba sobre el cuerpo postrado de Cielo Riveros, llevó la
reluciente protuberancia al estrecho ojete y se afanó por
introducirla. Al cabo de un rato lo consiguió, y Cielo Riveros recibió
en su recto la verga de su tío en toda su longitud. La
estrechez de su ano le proporcionó a éste el más intenso de
los deleites, y continuó maniobrando lentamente arriba y
abajo durante al menos otro cuarto de hora, al término del
cual su polla alcanzó la dureza del hierro y Cielo Riveros notó que
arrojaba cálidos torrentes de leche en sus entrañas.
Ya había amanecido cuando Mister Verbouc liberó a su
sobrina de los lujuriosos abrazos en que había saciado su
pasión y se escabulló exhausto a su propia y fría cama; Cielo Riveros,
cansada y hastiada, se sumió en un profundo sueño debido al
agotamiento, del que no despertó hasta avanzada la mañana.
Cuando Cielo Riveros salió de su habitación, sintió que en su
interior se había operado un cambio que no le preocupó ni se
interesó en analizar. La pasión se había impuesto en su
carácter; habían despertado en ella intensas emociones
sexuales y también habían sido aplacadas. El refinamiento
con que éstas se habían satisfecho había generado lujuria y la
lujuria había despejado el camino hacia un goce
desenfrenado e incluso antinatural.
Cielo Riveros, joven, infantil y hasta hace tan poco inocente, se
había convertido de pronto en una mujer de violentas
pasiones y lujuria incontenible.
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